Artículos indeterminados
ABILIO

Este año se cumplen los cincuenta del estreno de la película Tiburón, con John Williams firmando, como siempre hizo en sus obras, una excelente banda sonora. Yo era un crío y ya habían pasado al menos dos años desde su debut cuando el film llegó a la pantalla de cine de mi pueblo. Fue una gran primicia. La sala se abarrotó y sobre esa historia y como la viví sentado en un escalón de la última fila ya lo he descrito en el relato titulado “Terror en el gallinero”.
A principios de junio de 2025 encontré en una tienda de ropa unas camisetas que me encandilaron poderosamente porque conmemoran la incomparable creación cinematográfica. Una es de color blanco, con la portada de la película estampada en el pecho en la que se aprecia el agresivo careto del bicho marino, la chica nadando sin percatarse de lo que venía del fondo y por encima de ambos, en letras rojas y grandes, el título: JAWS. La otra camiseta es una publicidad del isleño pueblo con nombre ficticio dado a la ubicación de los acontecimientos: Amity island.
II A abilio lo conocí a finales del otoño de 1998 II
A Abilio lo conocí a finales del otoño de 1998, en uno de esos viajes con destino caribeño y casi todo incluido. Al más puro cliché, en esas escapadas te espera el sol, la fina arena, las palmeras decorando las playas y la puesta de sol con el chalé de los Dupont silueteando un horizonte anaranjado desde un saliente rocoso al mar; la avioneta sobrevolando la playa con adinerados clientes, los nocherniegos sufridores de resaca que pasan el día varados en las tumbonas, las turistas explosivas que compiten como modelos con las exhuberantes aborígenes e idem desde el lado masculino; los cócteles de ron, las iguanas correteando por los pasillos del hotel, los molestos mosquitos y todo lo que quieran añadir a ese escenario turístico aplastado por la pegajosa humedad ambiente y una temperatura que apretaba los treinta grados.
II El capitán del barco era un mulato alto, robusto y panzarrón II
Previo pago, lo habitual en estas expediciones comerciales es que se complementen con otras pequeñas excursiones ofreciéndote visitas acompañadas de la elocuencia de un guía que va contando la historia de tal monumento, plaza, poblaciones o lugares de especial interés geográfico. Un nutrido grupo de turistas – y nunca mejor dicho – nos embarcamos en una. Había que coger un velero en el puerto de Varadero, en Cuba. El capitán del barco era un mulato alto, robusto y panzarrón. La tripulación se completaba con un par de hombres y una rolliza mulatona que hacía las veces de animadora socio cultural, buscando una víctima como yo entre todo el pasaje para marcarse un baile caribeño en cubierta. La excursión marítima consistía en navegar hasta una pequeña isla – más paradisíaca aún – bautizada como Cayo Largo. Allí nos esperaba otro decorado edénico con arena más fina, palmeras más exóticas, chiringuitos más singulares, iguanas mesozoicas mucho más grandes que las que correteaban por el hotel y un joven tostado por el sol con una destacaba melena rubia cayendo por los hombros. El guapo figurante estaba sentado sobre el tronco de una semitumbada palmera, en oportuna pose como reclamo para que alguna de las damas del viaje cayesen sentadas en sus piernas y se llevasen una fotografía tocando a mano abierta el pecho del adonis.
II Lo que en realidad me atraía del viaje era la parada del velero en una zona de corales II
Lo que en realidad me atraía del viaje era la parada del velero en una zona de corales. Allí nos proporcionarían a todos un equipo básico de buceo que no iba más allá de unas gafas y un tubo con el que a algún aprendiz de aventurero sólo le sirvió para canalizar un trago de agua salada y llevarse un susto. Disfruté el mundo de colores submarino pero era algo tan compartido y preparado que mi dosis diaria de adrenalina se resolvió insaciable. Una o dos millas después, el barquito iba a detenerse de nuevo para que uno de los tripulantes se zambullese en aguas abiertas durante una hora a la captura de langostas. Los pasajeros nos limitaríamos a observarlo desde la borda sin más. Averigüé quien era el pescador y le pedí a la callada si podía acompañarlo. Su respuesta era esperada contestando que si me dejaban a mí, otros querrían hacer lo mismo y ese marco ya no era el patio de recreo anterior con el jardín de coralitos y los pececitos de buscando a Nemo nadando al lado.
Un rato después se acercó con discreción el capitán para preguntarme si era yo el que quería sumergirme con Abilio. Obtuve su beneplácito y me encomendó estar atento a la llamada del buceador para acercarme a recoger las gafas, el tubo y unas aletas para saltar con él por popa, sin que los demás ojos lo viese. Una vez me vi en el agua, desde cubierta alguno de los excursionistas dejó entrever su envidia.
II ...vi una enorme e inconfundible silueta moviéndose con la barriga rozando el lecho acuático
y en su costado la icónica aleta II
Había entre ocho y diez metros de profundidad y una transparencia extraordinaria. Con la temperatura del Mar Caribe el traje de neopreno sería un estorbo térmico. La maniobra era sencilla: una vez localizadas un par de antenas asomando en el regular fondo arenoso, Abilio se sumergía, yo le iba detrás, extracción y ejecución. Cual comando de boinas verdes. Con un ejemplar repartido en cada mano, me iba aleteando hasta el barco desde el que me lanzaban un cubo para izarlas a bordo. Cuando llevábamos unos cuarenta minutos y un buen número de capturas, vi una enorme e inconfundible silueta moviéndose con la barriga rozando el lecho acuático y en su costado la icónica aleta. Pasó justo por debajo de nosotros. Abilio me cogió de la mano intentando transmitir un mensaje de tranquilidad. Cuando vi que seguía su camino, retiré mi respirador y directamente le pregunté si lo que había visto era lo que había visto. Me explicó que si, que lo raro era verlos y que seguramente venía de caza cerca de la costa porque mar adentro habría tormenta. También apostilló que si quería irme para el velero lo hiciese sin reparo alguno. Rotundamente me negué y seguimos buceando diez minutos más, no sin que mi mirada trabajase como un escáner pendiente de detectar un escualo que mediría algo más de dos metros según me dijo mi compañero de correrías.
De las langostas se hizo cargo el cocinero para venderlas al resto del pasaje y que las degustasen allí mismo mientras a otros, por esa colaboración, nos salió gratis. Masticando la sabrosa carne del crustáceo por un momento pensé en la probabilidad de haber sido yo el alimento de un vecino suyo.