LOS CENTINELAS DE DEU LA DEU

He de decir que este es uno de esos lugares urbanos en los que me siento protegido, paseando entre sus muros o el entresijo de sus callejones de pueblo viejo y amurallado. Y cuando digo proteger no me refiero a la integridad física, sino que aludo a la intimidad, a estar desapercibido casi por completo de cuántos me conocen. Sólo los recepcionistas del hotel me saludan con confianza y una sonrisilla al levantar la mirada de su mostrador una vez que las puertas acristaladas se abren de par en par. ¿Qué tal? ¿Cómo está? Bienvenido de nuevo, suelen decirme. Y yo les devuelvo la sonrisa mientras contesto con un familiar ¡muy bien, de vuelta en casa! Más de una vez les he dicho que nunca me atrevería a pedir la hoja de reclamaciones pero que el hotel necesitaba una buena reforma, porque a decir verdad las cuatro estrellas de su firmamento con las que se distingue, no hacen honor al conjunto en sí. Las escarlatas y pisoteadas moquetas se ven envejecidas al igual que los baños de las habitaciones quedaron muy atrás en el tiempo..
Si se sientan en el váter no se muevan demasiado porque tengo la impresión que en algún instante podría desanclarse del suelo y ya se imaginan que excrementicio podría volverse todo de repente. Una lluviosa tarde, mientras leía al pie de la ventana – uno de mis placeres más relajantes y grandes aquí –, reclamó mi atención un ciempiés común de casa correteando pegado al zócalo hasta refugiarse debajo de la cama. Sé que este tipo de insecto casero es inofensivo pero su aspecto siempre resulta alarmante. Quise separar la cama de la pared pero la escurridiza scutigera topó con la suerte de que el catre estaba atornillado al cabecero y éste a la pared. No me gustaba la idea de que el bicho pudiese pasear por mi cara en mitad de la noche.
Hay hoteles y hotelitos encantadores y la ubicación del mío es de las que más me gusta y sus empleados tienen la amabilidad suficiente que compensa la deficiencia estructural y decorativa del edificio. Sólo cuando el hotel está lleno me toca una habitación atrás, en el tercer piso. Son las más claustrofóbicas y me roban la posibilidad de leer viendo la calle empedrada, con sus árboles, parte de la muralla, los jardines y al fondo el viejo balneario. No me acostumbro a ella y me tomo la circunstancia como ocasional. Bueno, si los años no contemplaron mejores reformas para este hotel, el balneario corre la misma suerte, aunque no es caro, tampoco se podría cobrar más. ¡Sería casi una auténtica osadia! Es un edificio que una vez sales del vestuario peregrinando por un frío y desangelado pasillo, entras en la cruz acristalada donde están las piscinas con sus chorros creyendo que lo haces en otra época. Confieso que me resulta entrañable. Sólo le falta añadirle una banda sonora de los años treinta con Glenn Miller de fondo.
II Monçao me gusta con su pegajoso calor en verano
y la neblina con la que se viste en invierno II
El mapa que acabo de dibujar diría lo contrario a lo expresado al principio y a lo que viene a continuación, sin embargo Monçao me gusta con su pegajoso calor en verano y la neblina con la que se viste en invierno. Cada estación tiene su decorado pero creo que durante el otoño percibo con más fuerza ese abrazo íntimo, diría que hasta hogareño cuando el cuadro en el que busco integrarme se colorea suspendido de las ramas de los árboles en esa amalgama de marrones, ocres, amarillos, verdes, granates y rojos. Un cromatismo caduco que poco a poco se desprende de la savia flotando en el aire hasta los pies del tronco o volando a merced del viento. Cuando veo caer una hoja pienso en el pasado y en el presente de las personas con las que nos cruzamos a diario, las que queremos, las que saludamos y las anónimas para darte cuenta que el destino es decrépito y que los años fabrican el olvido. Ojalá la existencia se fuese con la misma placidez de ese vuelo liviano, en solitaria y entrañable despedida. A veces tengo la sensación que los ríos dejan paisajes lánguidos durante el invierno, ataviados de una humedad que mortifica y esa bruma que todo lo envuelve en un halo de misterio, pero no a mí y no aquí, donde el ambiente bohemio y romántico me inunda y me aleja de esa fría tristeza que algunos lugares parecen emanar.
Los ríos son esas líneas, a veces fronterizas como esta, que se pintan de azul en los mapas. El Miño también es uno de ellos aunque en realidad ese trazo cerúleo se ve oscuro, casi tan negro como acostumbra a ser el fondo de estos caudalosos cauces fluviales donde uno llega a imaginar que habitan ominosas criaturas de agua dulce. Según la hora en la que el sol golpea la superficie, el agua devuelve cegadores rayos como lo haría un enorme espejo. Sin embargo el río es tan grande que siempre hay un remanso itinerante e inalcanzable para esa espada de luz, sin riesgo a quemar la retina mientras aparece la peligrosa mirada introspectiva.
Lo mejor de todo es que al cruzar el puente hacia Portugal la vida te devuelve una hora. Por supuesto que todo el mundo sabe que eso no es real pero es un rápido viaje en el tiempo que actúa como un placebo. Durante algunos días al año juego con esa absurda teoría de rejuvenecimiento porque parte de mi existencia transcurre en esta orilla portuguesa. Pero también me pregunto si es que al día siguiente, cuando lo franqueo de nuevo a la inversa, todo lo revivido se devuelve con marchitados intereses.
II Para entrar en Monçao tengo dos alternativas II
Para entrar en Monçao tengo dos alternativas. Una de ellas es la de seguir una larga y estrecha avenida que también aprieta sus aceras. Es como un interminable pasillo, con intimidatorias bandas de asfalto elevadas para que los conductores no tengamos la osadía de pisar el acelerador, a costa de pegar más brincos que un saltamontes. A veces me recuerda a una larga y vieja alfombra con longitudinales dobleces. La otra avenida se extiende sin sobresaltos, te interna en una rotonda que bordea los dos restaurados edificios de la antigua estación de tren. Es una suerte de corazón que bombea vehículos hacia sus arterias. El rehabilitado edificio de la estación es hoy una escuela de música. Me parece una genial manera de devolver a este espacio algunos sonidos rítmicos que bien podrían emular la llegada de un tren, el silbido aprovechado de la sobrepresión o el pitido del revisor. Cierto que ninguno se le parecerá pero quizá a alguien se le ocurra, si no lo ha hecho ya, que unas cuantas notas se transformen en un emotivo homenaje sensorial.
Desde el lado más romántico imagino que noveleras podrían ser aquellas tardes viendo llegar el calmoso tren de vapor en antítesis a lo desesperante que resultaría a día de hoy experimentar tanta lentitud en un medio de transporte. ¡Qué romántica me parece la idea de revivir algo así! Algo que nunca podrá materializarse porque la vía ha desaparecido por completo. Además de los edificios de la estación, los únicos recuerdos que rememoran aquellos tiempos son una simbólica escultura con forma de esqueleto – por cierto, aunque nada tiene que ver, me recuerda metafóricamente al costillar de una pútrida ballena en una playa –, que siluetea la forma de una locomotora cruzando un pequeño puente por encima de la muralla y, la otra, un elemento que me encanta observarlo de igual manera que uno se planta ante un lienzo en un museo.
Parecerá absurdo detenerse delante del viejo y cilíndrico depósito de agua que otrora abastecía a la máquina y que todavía se sustenta encima de su estructura de hierro original. Desde luego que me desconcierta porque parece sacado de contexto en este espacio, pareciendo más propio de una parada ferroviaria del lejano oeste americano. Además choca con una parte de la muralla al fondo y sus garitas asomando como prominentes narices en los vértices, por lo que los dos cuerpos semejan estar muy alejados arquitectónicamente el uno del otro.
II Es un patrón urbanístico que se repite en todas partes,
la urbe moderna mira desde la altura a la urbe antigua que vive bajo la protección de la piedra II
Quién se adentre por cualesquiera de estas calles observará como la vida acomodada se asienta sobre chalés que salpican ambos lados de la calle, con su finca, su piscina, sin ruidos encima, debajo o al otro lado del tabique; precediendo a los edificios que crecen en altura y en número, creando colmenas de humanos en los que conviven vecinos chismosos que están detrás de la mirilla o atiborrados de manías.
Es un patrón urbanístico que se repite en todas partes, la urbe moderna mira desde la altura a la urbe antigua que vive bajo la protección de la piedra. Estas dos entradas te internan directamente en la vida de Monçao sin pasar por las majestuosas y militares puertas. Estrechos y estratégicos túneles por los que antes accedían a pie, carros empujados por animales o la caballería, todos bajo la vigilancia de aberturas rectangulares con forma de saeteras defensivas a través de las cuales, en su día, se descerrajaban perdigonadas sobre el atrevido invasor. Hoy se sigue entrando a pie o en un coche que a ojo tomará medirá de sus dimensiones por este pasadizo con acuartelamiento reconvertido en una atrayente oficina de turismo que además dispone de una pequeña sala de exposiciones. Estas entradas son la guarida perfecta para pequeños y peludos murciélagos que revolotean en el crepúsculo a la caza de insectos y cuya silueta pasa velozmente ante quien intenta seguirlos con la mirada.
Una tarde de verano decidí acercarme hasta ese túnel. Afirmo que todo recinto amurallado se llena de pequeños rincones cargados de belleza y éste en concreto lo tiene. Descendía por una calle empedrada, es muy difícil imaginar cualquier municipio o ciudad lusa sin una calle empedrada y cuánto más descubro este alargado país más pienso que Portugal pasea por un suelo de adoquín y el mimo de sus pueblos, con una elegancia que se viste de detalles y un cuidado que provoca la envida. En contra diré que es un suelo que puede volverse resbaladizo y excesivamente ruidoso con el paso de los vehículos.
A esa hora y en ese instante todo era silencio excepto el de una conversación entre vecinas. Una hablaba desde el balcón verde de una casa de piedra con ventanas verdes y la otra, que llevaba una bañera de colada en sus brazos, arqueaba el cuello para dirigirse a su interlocutora a pie de calle. Siguieron su conversación al mismo tiempo que se fijaron en como tomaba fotografías de ese espacio.
II Confieso que la curiosidad me llevó a subir por la sinestra atraído por la música
de un tocadiscos que invadía el exterior siguiendo el hueco de las ventanas abiertas de la casa II
No quise entrar en el túnel sin seguir el recorrido de unas escaleras que flanquean la bóveda de esta puerta de la muralla. Lo hace entre dos viviendas de las que surgen dos escalinatas de acceso a las pasarelas superiores. Los peldaños de la escalera de la izquierda enfilan hacia lo alto en línea recta, mientras que los de la derecha crean una geometría cuadrada sobre la que se emplazó un pequeño altar para la figura pétrea de una virgen. Confieso que la curiosidad me llevó a subir por la sinestra atraído por la música de un tocadiscos que invadía el exterior siguiendo el hueco de las ventanas abiertas de la casa y, ya de paso, fisgonear visualmente su interior. Una vez saciada mi retina con el entorno urbano y natural desde esta posición elevada, descendí para husmear como un gato por el pasadizo convertido en oficina de turismo.
Se estaba genial por la frescura, era un buen refugio para el sofocante calor y la mujer que atendía al público era muy amable y atenta. Supongo que esa tiene que ser una condición indispensable para quién quiera rentar un puesto de cara al turismo. Me invitó a ver un audiovisual.
- Sólo dura diez minutos – pronunció en español. Es muy bonito. Usted se reclina en esos asientos y el vídeo, además de la pantalla, se proyecta sobre la bóveda. No caben más de diez personas pero vale la pena.
- ¿No me dijo que cerraba a las seis? Ya casi van a ser y no quiero aumentar su jornada laboral.
- Todavía queda tiempo. Si no quiere venga otro día pero no deje de hacerlo porque le gustará.
- ¿Lo proyecta para mí sólo?
- Si, no es un problema. Busque un sitio que le guste y deje que la imagen y la música le envuelvan.
Lo primero que te envolvía era la butaca de resina, que se hizo muy cómoda. Era muy similar a uno de esos asientos anatómicos en los que un dentista te sienta mientras hurga en tu boca, pero en este caso con circunstancias muy dispares.
No me arrepentí en absoluto, claro. Podría ir otro día, pero uno nunca sabe cual será otro día, así que lo mejor será siempre aprovechar todas las oportunidades. Tenía razón la informadora turística. La bóveda de piedra era un juego perfecto para visualizar imágenes de otros tiempos, un castro celta, con muralla defensiva, las chozas y el bosque que lo rodea. Parecía encontrarme en uno de esos campamentos, ataviado con pieles y correajes de cuero escuchando el crepitar de una hoguera que atrapaba los sentidos. Los diez minutos que duró la proyección transcurrieron enseguida.
II Casi al final de esta calle se encuentra un local muy pintoresco
que se llama “A liga dos Combatentes” II
Regresé hacia el mosaico de la Praça da República retomando la calle por la que había bajado y fijándome ahora en un cuco hotelito que incomprensiblemente antes escapó a mi atención. Próximo al ecuador de esta vía, opté por seguir otra variante que apenas había frecuentado. Casi al final de esta calle se encuentra un local muy pintoresco que se llama “A liga dos Combatentes”. Reconozco que nunca entré, pero en una ocasión escuché desde el umbral un vocerío pidiendo que lo hiciese. La primera vez creí que sería el local privado de una asociación de viejos soldados veteranos, pero lejos de eso, se trata de un restaurante de comida casera a un precio irrisorio. Las críticas que he leído hablan maravillas.
No puedo decir cual es la calle que más me entusiasma o alguna de sus plazas porque creo que son todas y me pasa exactamente lo mismo con sus casas. Mire a donde mire siempre hay un buen número en las que podría quedarme a vivir, independientemente si mirasen al río o a otras ventanas que casi pueden alcanzarse con la mano estirando el brazo. Hablando de ventanas resulta armónico ver como un patrón se repite, un sello de identidad luso, con blancos marcos ribeteados de verde oliva que embellecen los frentes.
Bien es cierto que se levantan frontispicios con otro arquetipo muy empleado, como es el azulejo. En la plaza Deu La Deu hay uno que se alicata de amarillos y azules y después hay otras muchas franjas con mosaicos donde predomina el blanco y el marino.
La plaza Deu La Deu es un pequeño pulmón donde se respira aire autóctono. Bueno antes tendría que hablar de este nombre propio porque siendo tan curioso, es de los que se repiten en la villa desde los restaurantes hasta los letreros de algún hospedaje que cuelgan en el laberinto de calles. Deu La Deu es una heroína que habita entre la realidad y tal vez la leyenda. Era la mujer de un capitán durante las Guerras Fernandinas cuando esta ciudadela se hallaba asediada por las tropas castellanas. Dice la historia qué, jugando con la astucia, cuando apenas les quedaban alimentos, coció pan con la poca harina existente para arrojarlo desde las murallas al ejército castellano, dando a entender que la hambruna no iba a ser la enemiga que ya dejaba factura a su adversario conquistador quienes, ante esa evidencia, desistieron en su asalto.
Las cuatro cafeterías que ocupan todo un lateral de esta ágora comparten el café con una buena exposición de pastelería y no es una costumbre, pero si decido sentarme en alguna de sus terrazas es casi asegurado el acompañamiento del pingo con una pieza de bollería. Les diré algo muy personal, me chifla el chocolate pero no dejen que la gula tire de su apetito hacia todos esos pasteles rebosantes de cacao o cremas que se exponen dulcemente en las vitrinas porque algunos pueden resultar sumamente empalagosos. No será fácil adivinar pero intenten ser selectivos a la hora de elegir. Desde luego que es una opinión y un paladar particular. Todos las cafeterías guardan cierta similitud y me hace mucha gracia que uno de ellos se llame el Escondidinho cuando su ubicación no se halla refugiada de mirones sino que se asienta en el ecuador de este espacio. Es casi incongruente llamarle así cuando estás en medio de este corazón palpitante a las cuatro de la tarde, donde las conversaciones en portugués se mezclan con las chácharas en gallego o español, o el francés traído por los emigrantes que retornan de vacaciones a la tierra de la que salieron. Monçao también tiene entre sus vecinos, al igual que en todo Portugal, un buen número de herederos africanos procedentes de las antiguas colonias.
II Cualquiera de las terrazas que pueblan las aceras me hace sentir a gusto,
incluidas las de los dos locales que se extienden
hacia el majestuoso balcón que despunta en la zona más vertical de la muralla II
Cualquiera de las terrazas que pueblan las aceras me hace sentir a gusto, incluidas las de los dos locales que se extienden hacia el majestuoso balcón que despunta en la zona más vertical de la muralla. Sea cual fuere en el que sientes tus posaderas, siempre escucharás conversaciones entre vecinos de lo más variopinto. Por supuesto que hay cotilleos, aunque a veces me cuesta seguirlos. La pega más grande que le doy es los coches que aparcan justo al lado de estos dos establecimientos, justo al borde de los que tienen una mejor visión. Sin embargo, le saco partido a ese contratiempo del trasiego de vehículos con mi cotilleo particular. Los coches traen gente y no sé si es un imán esta esquina para que la mayor parte de almas lleguen con buenos modelos, ya sean deportivos o berlinas. Recuerdo uno impecable de color negro brillante, tan reluciente que parecía haber salido en ese mismo instante del concesionario. También lo recuerdo porque del interior salieron una pareja de jóvenes muy atractivos, tanto él como ella. Puede que un tanto histriónicos, como dos rimbombantes actores de cine para mi gusto.
Entre mis entretenimientos mientras saboreo una cerveza tipo radler, dejo que mis pensamientos se vayan hacia un viejo y enorme caserón en estado ruinoso. A decir verdad ya le queda menos para esa categoría asolada porque, fulminando mis ilusiones, una adinerada empresa lo ha adquirido y las grúas ya lo asedian sin descanso. Es un edificio con solera que nunca me dejó indiferente a la divagación. Sin duda mi pensamiento era compartido por muchos, incluidos los nuevos propietarios, porque no es difícil caer en la idea que sería un hotel perfecto. En mi fantasía ya había dispuesto la idea de negocio, reservándome la esquina derecha para un pequeño apartamento, con una airosa y coqueta terraza donde la inspiración entraría con la brisa del atardecer y los madrugadores rayos del sol en verano, colándose por el vidrio como una prolongación dorada del cielo. En el invierno una buena calefacción, quizá una chimenea, sentado a un escritorio antiguo pegado a una de sus ventanas. Un inspirador y reconfortante rincón para entregarse a la lectura o a escribir cartas selladas en la melancólica calígine. Lo tendría como un hotelito entrañable y estoy convencido que será así y, por lo que he leído en la prensa y escuchado a los vecinos, será un hotel de lujo luciendo sus cinco estrellas. Seguro que esa circunstancia hará que la vida se encarezca para el visitante. Ya no es el primer sitio que distingue el precio para el turista del aborigen y esa distinción me parece una desfachatez ofensiva que cuestiona la gallina de los huevos de oro. De todos modos hay otros hoteles en Monçao que no desmerecen interés. Todo lo contrario. Un lugar tan pequeño de interior con tan buena oferta.
II María es portuguesa, como la copla que arranca con un suspiro compungido II
Uno de los rincones que más que me gusta visitar es una tasca que se llama A Copita. No resulta muy difícil encontrarla o puede que le pase desapercibida. Lo regenta María, una portuguesa que domina el español con acento gallego. Pasé un tiempo largo entre la duda de su procedencia hasta que un día decidí preguntarle abiertamente. María es portuguesa, como la copla que arranca con un suspiro compungido. A estas alturas he conseguido intimar en cierta medida con ella y nos vamos contando algunas curiosidades. María es alegre y tan autóctona como el bar que cogió de un traspaso. La Copita no es un sitio de postín y aquí llega todo aquel que quiere mezclarse con los nativos más originales, aunque por momentos hay más foráneos que naturales y hay una solicitud que no debe pasar inadvertida a todo aquel que decida adentrarse en este templo tabernario. Está escrita en una pizarra a la derecha de la puerta de entrada y la condición indispensable es que ahí se entra para reír y ser feliz. Yo lo he sido cada vez que he cruzado el umbral. Antes de esa puerta hay que acceder por un portalón enrejado que está escoltado a un lado por un remanso de paz con forma de plazoleta, pequeña, bucólica, sembrada de tonalidades con un jardín floral que alegra las pupilas y el olfato. Una pequeña fuente refresca la pausa en verano y macera los sentidos, sin embargo no siempre funciona, con lo cual no siempre se puede gozar de tan buena distensión. Tiene una efigie del poeta José Rodrigues Vale que se asienta en un pedestal y una garita que vigila desde la altura el cauce y la orilla del Miño. Creo que si yo fuese un centinela de la época de Deu la Deu, sin duda el forzoso encierro encapsulado que podría llegar a disfrutar sería aquí, si algo así se pudiese gozar, claro. Al otro lado del portalón son los versos del poeta, plasmados en un mural de azulejo, los que detienen al caminante si decide leerlos con la profundidad que la poesía requiere. Será por eso que este sitio me resulta tan artístico.
II Está escrita en una pizarra a la derecha de la puerta de entrada y la condición
indispensable es que ahí se entra para reír y ser feliz II
Acceder a la Copita es como entrar en un patio o puede que un horno dependiendo de las horas por mucha sombrilla que pueda abrirse confeccionando sombras. Es uno de los inconvenientes. Tiene un pequeño porche al lado que también da entrada a un cuartucho que sirve de almacén. En invierno es un buen cubierto aunque no protege del frío y en verano un lugar insufrible cuando el sol pega de frente. Quizá hay que acertar con la hora para estar aquí afuera, rodeado de muros decorados con viejos garrafones de plástico a modo de maceteros. Una tarde de calor me pudo la bohemia idea de tomarme un vino de Porto en el porche. Desde luego que fue un error por mi parte, incluido el vino que lo saboreé como un caldo, porque estar allí era achicharrarse igual que uno de esos chorizos envuelto en las llamas de aguardiente que María sirve en una cazuela con forma de parrilla. El calor no fue impedimento para que una mujer canosa y desaliñada se lo zampase a las seis de la tarde tras darle varias vueltas en el entramado de arcilla. Después mi curiosidad me llevó hasta otra mesa donde otras dos mujeres conversaban y, lejos de afinar el oído en lo que decían, fue el sentido de la vista el que se fijó en la espuma de una cerveza. Una de esas insoportables y glotonas moscas se metió hasta donde no debía y ahora se peleaba por sobrevivir en el burbujeo blanco. Puede que la maldad me hiciese esperar a ver si esa otra mujer se la bebía en el siguiente sorbo pero no fue así. Hurgó con los dedos, cogió una servilleta y metió al insecto alado entre los pliegues del papel y no fue precisamente para secarla.
Cuando fui a pagar me entretuve un rato o me dejé entretener y meterme en una conversación entre dos lugareños con el rostro arrugado como una tierra arada. Hablaban de culebras, de como anidaban en un muro y como el principal interlocutor había dado caza a una. Sobre las culebras tengo una impresión encontrada. Por un lado siento cierta atracción hacia esa parte exótica que desprenden los reptiles y por otra el repelús que me produce esa presencia sigilosa, sibilina y la repugnancia de una mordedura repleta de ponzoña. Hablando de muros, antes de salir dejé una mirada a las paredes de piedra de la Copita, paseando por cuánto cuelga de ellas y olvidarme así de los ofidios.
II Otra de las tardes que me acerqué hasta este santuario de lo autóctono,
no había más alma que la de María II
Otra de las tardes que me acerqué hasta este santuario de lo autóctono, no había más alma que la de María. Aproveché la confianza que fuimos adquiriendo y le pregunté por la casa que se levanta encima del bar porque siempre me había fijado en el cartel metálico que sobresale de la esquina oeste. Me recuerda a esos carteles que se ven en las películas de piratas antiguas, de color negro con letras en relieve de un blanco degradado y rechinando mientras se balancea con el viento. El río Miño vio nacer a buenos contrabandistas de época, con las grandes carencias pero no lo veo como escenario de piratas ondeando la bandera negra de tibias cruzadas con calavera.
- Ya ves que la casa es estrecha, como el bar, y es un hotel – contestó.
- ¿Las tres plantas tienen habitaciones?
- Si, no son muy grandes pero son muy monas, lo malo es que los dueños no saben explotarlo.
- La verdad es que el sitio es muy bueno, con vistas al río, tranquilo y hasta poético – añadí.
- Casi siempre está lleno y no sé como es posible que pare tanto aquí la gente porque pide una reforma a gritos – dijo con una expresión anhelante abriendo los ojos. No está curioso y como hotel necesita mejorar mucho. Pero si a los dueños les va bien así y no quieren, yo no tengo nada que hacer.
- ¿Y tú no quieres cogerlo?
- Ah, no, no. Ya me llega con La Copita. No quiero trabajar más y además no le interesa dejarlo a los dueños.
Pasando por debajo del cartel se puede entrar en el laberinto de callejuelas de Monçao. Algunos restaurantes parecen aglutinarse en esta esquina, con terrazas de sillas y mesas plateadas cubiertas por manteles rojos que invaden de aire romántico la estrechez, apretando a las parejas de enamorados o reservando de fisgones el contertulio de unos comensales que buscan un lugar discreto, casi oculto. En verano son idóneos como refugio del calor, aunque los días más asfixiantes semeja colarse por todos los resquicios hasta echar en falta una impenetrable brisa. Por momentos alguien puede creer que está en Venecia, desde luego que sin los canales de agua, pero sí por ese entramado callejero y el nombre italiano de alguno de sus restaurantes. No voy a citar toda la toponimia, ni se me ocurriría pasearlos por un mapa, pero en la Rúa Direita un arco con galería comunica una casa con otra. Una enorme lámpara de forja cuelga con una luz amarilla de su centro. En verdad es una arquitectura y un elemento que evoca al romanticismo y a la vez a la literatura de intriga, en ese ambiente vestido de bruma invernal donde un asesino con capa y daga se oculta en la penumbra.
II Un hombre con ropas de obrero me sonrió, dijo algo acerca del gato
y me preguntó si escribía para alguna revista II
Hay una casa en concreto que reclama la atención y el único y simple motivo es su poliédrico diseño. Es pequeña e irregular y parece una isla rocosa metida entre las callejuelas. Ninguna de las paredes es igual a otra y en la fachada más estrecha sólo existe un pequeño ventanuco redondo como el ojo de un enorme pez desde donde parece que alguien pudiera estar observándote. Si no fuese por la altura a la que se encuentra de la calle estaríamos hablando del antónimo a todo eso, porque en tal caso sería de las que invitan a escudriñar o espiar el interior. No hace mucho que fue restaurada y siento cierta envidia al verla. Lo malo es que, salvo su tejado, no ve el sol, pero esa es una carencia endémica de cualquier urbanismo semejante a estas características. En una ocasión estaba justo al lado derecho de la puerta, fotografiando un gato al que mi presencia le importaba bien poco. Posaba con una indiferencia perezosa y desganada encima del capó de un coche blanco con el que casi se camuflaba y su mayor gesto fue el de mirarme sin indagación alguna. Un hombre con ropas de obrero me sonrió, dijo algo acerca del gato y me preguntó si escribía para alguna revista. Me sorprendió con su pregunta y respondí que no era para ninguna revista pero quizá fuese para escribir algo. Recorrí muchas veces estos pasadizos sin llegar a aburrirme y el itinerario puede ser ya cualquiera.
No todo es atractivo dentro de estos muros y estos callejones enredados. Hay un edificio o una concatenación de edificios que destruyen por completo la belleza de este laberinto urbano. Casi es de agradecer que se concentren en un mismo lugar y no que estén desperdigados por unidades. Sería como una especie de incómodo sarpullido, igual que un acné que destroza un rostro admirable.
II En navidad esta calle se queda muy coqueta, casi como un cuento II
Una manera de salir es encontrando una preciosa y retorcida escalinata donde el exiguo comienzo como el de un embudo puesto al revés, termina en una amplitud al pie de la Casa de Archivo y una plaza con fuente y escultura en recuerdo a los emigrantes. Después se puede subir la cuesta siguiendo la estela de tiendas de lo más diverso y entretenido. Si los comerciantes están a la puerta de sus negocios no dudan en desearte una boa tarde. En navidad esta calle se queda muy coqueta, casi como un cuento. Me encanta detenerme en los escaparates y no puedo obviar meter las narices en una tienda de fotografía donde siempre hay una exposición de los últimos novios que se casaron. No entiendo mucho de moda aunque hago mis conjeturas sobre el estilismo de los prometidos. Justo al al lado hay una boutique muy bonita donde sólo venden café y vinos. Acostumbra a tener afuera y a un lado de la puerta, una mesita y dos sillas que ocupan más de la mitad de la acera. Parece que en verdad está hecha para dos, para mantener literalmente una conversación a pie de calle. Desde luego que se trata de la mesa más expuesta de todo Monçao, sin perder por ello un aire íntimo y romántico, y quizá por esa condición tan pública y poco reservada invita con más descaro a cuchichear secretos. En conversaciones privadas con mis amistades, cada vez que he soltado algún chisme dejo una coletilla en el aire con tintes irónicos, ya sabiendo que su boca no lo guardará: ¡si puedes no se lo cuentes a muchos! – termino.
Todo depende por donde uno quiera adentrarse y desde mi hotel cualquier comienzo es posible para iniciar un paseo, pero después de tantos años siempre me gusta regresar para la hora de la cena perfilando la muralla que vigila el río, quizá porque a esa hora es posible que salga de La Copita con alguna historia guardada en la memoria y siga el camino enfundado en la misteriosa niebla del invierno o el agradable frescor en verano. Con la soledad de acompañante y los pasos vigilados por el espíritu de guardianes que fueron de otra época y ya no pertenecen a este mundo.