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Artículos indeterminados

MENDIGOS DE FORTUNA

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Empecemos haciendo una arriesgada y delicada disección sobre el asunto de la mendicidad. Es probable, o no, que coincidan conmigo si hablamos de lo variopinto que también es este mundo.

Les pongo, por ejemplo, ante los profesionales que llegan en furgoneta con varios compinches para situarse estratégicamente en distintas ubicaciones con el objetivo de hacer caja, incluso a veces rondado el asedio cual cobrador del frac o el uso teatralizado de plañideros lamentos como reclamo de pena.

No diré con esto que carezcan de necesidad y que, sin paños calientes, para unos cuantos pueda entreverse como jornada laboral donde las maneras y la táctica deja en el aire un olor a chamusquina que genera cierto recelo a la hora de confiarse a la limosna. En otro apartado tenemos a los mendigos trotamundos, desharrapados y heteróclitas vestimentas, nómadas de la caridad, viajeros de mochila ajada, desprendidos por completo de la vida acomodada; los hay artesanos del cuero, malabaristas de semáforo o vendedores de almanaques. Por citar.

II  Hay algunos que tan pronto los ves es un axioma puesto ante tus ojos,

sintiendo que la vida de esa persona pasó por un vuelco tan real que aterroriza pensarlo  II

 

Y en esto habría que diferenciar a los que se lo curran tanto en filigranas como en artesanía, con mejor o peor arte tirando de materiales de fortuna para ser unos supervivientes en la poquedad del día a día. En algunos casos al atrezo puede añadirse un fiel perro igual de desastrado que el dueño. En el lote de las artes escénicas no pueden faltar los músicos y es posible que por dar la buena nota, concentren a más potenciales limosneros aunque, en algunos ambientes, la lectura pública de un pentagrama pueda llegar a ser incordiante.

Suelo visitar a menudo a Madrid – la capital ya saben – y, como en las grandes ciudades, los metros son ese hábitat subterráneo que acoge a un buen número de pedigüeños. Los que más llaman mi atención son los que optan por el viaje de vagón en vagón, serpenteando ese cosmos de subsuelo con un claro dominio del equilibrio y un ensayado número de vocablos empleados en el mensaje a trasladar, desde la palabra de Dios y su compromiso con los pobres hasta el último que escuché contándonos su vida de juventud alistado en la élite del ejército como paracaidista y la dificultad de llevar comida a su mujer e hijos que, viendo los años del soldado, los herederos estarán ya en buena edad laboral.

II  Sean unos u otros, desde siempre sentí una extraña atracción por los mendigos  II

 

Otros, los más vagarosos, optan por dejar un cartel en el suelo y esperar a que la moneda caiga de la mano de la misma manera que uno puede acostumbrarse a una paguita y tenga la habilidad para no soltarla el resto de su vida. Sin entrar en más subapartados, cada uno tiene un relato del que nada podemos envidiar para recoger la dádiva, todo lo contrario, pero hay algunos que tan pronto los ves es un axioma puesto ante tus ojos, sintiendo que la vida de esa persona pasó por un vuelco tan real que aterroriza pensarlo.

 

Sean unos u otros, desde siempre sentí una extraña atracción por los mendigos. Y confieso que eso genera en mí una cavilación personal. Cada vez que veo a uno, discretamente intento indagar en la imagen que observo. Quizá les suene descarado, altivo y humillante. De todos ellos la única pregunta que me asoma siempre es la misma: ¿qué hay detrás de esta persona para llegar hasta aquí? ¿Un medio de vida, una profesión, el último recurso, ese vuelco en la vida?. Y es en ese instante cuando el subconsciente me pone en alerta sobre la posibilidad que cualquiera, llegado un fatal momento pudiera verse en la misma situación.

II  Hace unos años observé a uno que había empezado

a apostarse en la puerta de un supermercado  II

Hace unos años observé a uno que había empezado a apostarse en la puerta de un supermercado. Al día siguiente coincidimos en la cola ante las cajeras. Llevaba en la mano algunos víveres, esperando su turno. Al mensaje bíblico de ayuda al prójimo se sumó una conversación cuya historia caló en el alma de mi sensibilidad de tal calado que me impulsó a escribir algo sobre él. Supongo que de la misma manera ahora lo hago pensando ya en el final de este texto. Formaba parte de los trotamundos, de los que se agarraron al Camino de Santiago como peldaño o rincón itinerante donde sentarse, confeccionar pulseras de hilo sin mayor arte y sin letras en un cartón que dijesen algo así como pido ayuda para comer. Aquella narración tuvo muchos lectores, quizá porque el tema era de fácil sensiblería y quizá porque estas historias, a fin de cuentas, despiertan curiosidad. Como autor, confieso que ambas emociones también fueron inductoras a decir algo de aquella persona anónima y, sin esa intención, volverla de repente protagonista de todo un pueblo y alguna frontera cercana. Al día siguiente de la publicación, tirando del panfleto que es una red social, la gente se volcó con él llevándole comida y ropa, sin embargo eran sus largos pies los más desnudos y los que más demanda tenían. Un buen samaritano relacionado comercialmente con el calzado dio con el número adecuado para vestirlo con un par de extraordinarias botas. Tal fue la reacción solidaria que me vi en la necesidad de sacar un comunicado urgente solicitando que dejasen de entregarle cosas porque el mendigo en cuestión no tenía más armario ni nevera que una roída mochila.

II  La idea de volver al teclado con este tema es porque

desde hace un par de años observo a un mendigo emplazado en el portal de una céntrica calle de ciudad  II

 

La idea de volver al teclado con este tema es porque desde hace un par de años observo a un mendigo emplazado en el portal de una céntrica calle de ciudad. Su atuendo es un puro harapo, un tanto hippy, unas sandalias a las que le siguen un pantalón pirata que sirve tanto para verano como invierno mientras el torso puede variar según las condiciones meteorológicas. Supongo que el hecho de que entre sus manos siempre haya un libro me empuja a identificarlo como un hombre cultivado. Sólo hubo una vez que hablamos algo sobre lo que estaba leyendo, perdí la anotación y no puedo recordar nada más. A veces, dejo alguna moneda en una concha de vieira.

Sin embargo, aunque este individuo no me deja indiferente, termino recordando a una persona joven, de unos veinticuatro o veinticinco años que no olvidaré jamás. Sucedió un domingo por la tarde sin apenas almas por la calle durante uno de los inviernos más crudos, fríos y helados. Nos lo encontramos dando un congelado paseo, de los que haces obligándote a salir de casa. Estaba de rodillas en la acera, con varias capas de ropa y próximo a la puerta de una pastelería. Tenía pinta de un surfista varado tierra adentro. A pesar de vestir un ajuar concorde al invierno, tiritaba castañeando los dientes de tal manera que por un momento pensé si se estaría electrocutando. Su cara y su mirada lo decían casi todo. No pude evitar pensar en sus padres, si tendría familia y todas esas cosas. Tampoco pudimos evitar entrar en la pastelería, comprar un chocolate caliente y bollería. En el ultramarinos de al lado cogimos unas piezas de fruta aunque no era el mejor día para llevarlas a la boca. El joven se agarró al vaso caliente mientras deslizó una mohína mirada de gratitud que se me clavó como un carámbano.

Cuando ya nos alejábamos volví la vista atrás pensando en los vuelcos de la vida y como todo puede ir derivando desde que nos cortan el cordón umbilical.

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