ETÍLICO
"Te pueden ver muriéndote en una cuneta y pasarán a tu lado y te escupirán".
"Me acerqué a la garrafa y me serví otro trago"
Charles Bukowski
Solo quedaba una mesa libre en la terraza de una cervecería local a media tarde de septiembre. No recuerdo el año pero era lunes y señalado en el calendario local como festivo. Uno de esos días tontos que semejan islas desiertas en la tinta de un almanaque. A veces te enteras de la festividad porque el pueblo se queda vacío, muerto de asco, hasta que tu existencia corre el riesgo de volverse hastía y tontear con la depresión.
"Nunca he visto a un borracho profesional vomitando por las esquinas"...
No hacía viento y la temperatura resultaba agradable. Algunas bolsas de plástico, cajetillas de tabaco aplastadas en la acera o el excremento de un perro fueron parte de los adornos que encontré en el camino. Sin embargo ningún desecho callejero supera los vómitos de un borracho ocasional. Nunca he visto a un borracho profesional vomitando por las esquinas.
Conocí excelentes borrachos. Los he visto tambalearse en una odisea de equilibrio pero nunca descargando bilis con fideos en los caminos o, peor aún, en los portales de alguna casa.
Martín, el camarero, se acercó a mi mesa con la confianza de conocerme de siempre.
- Dime, ¿que te pongo?
- Un sol y sombra
- ¡Boh! – exclamó. Dime que quieres, en serio.
- Te lo acabo de pedir. Un sol y sombra. Coñac con anís. Es fiesta aunque no lo parezca y quiero un lingotazo para celebrarla.
Martín sirvió la copa con una risa incrédula en la cara. Tampoco tenía motivos para extrañarse porque no era la primera vez que había pedido esa conjunción de licores. Cuando acerqué el vaso a los labios, su aroma llegó a los orificios de la nariz con la sensación de estar a punto de beberme un caramelo. Uno de esos empalagosos caramelos con sabor a anís. Los edificios ocultaron los últimos rayos de un debilitado sol, provocando que la sombra envolviese la calle en un tono apagado que contagiaba a la clientela apaciguando su voz. La charanga que iba a amenizar la tarde se preparaba en la acera de enfrente y ese suave murmullo de bar, no impedía escuchar el sonido de los estuches cuando los músicos los abrieron al otro lado. Se oyeron notas sueltas de pentagramas que afinaban los instrumentos musicales.
Todas las mesas de la terraza estaban ocupadas y las únicas sillas libres eran las que rodeaban la mía. Se acercaron dos mujeres fornidas, altas y con una melena rubia que perdía la batalla contra las canas. Sus ropas no pasaban de una camiseta y un pantalón corto que descubría una piel enrojecida, reseca y castigada por el peregrinaje. Las dos eran mayores aunque una superaba con creces la edad de la otra. Tal vez cincuenta y cinco y setenta años. La más joven soltó una pregunta en español con acento extranjero.
- Disculpe, ¿podemos sentarnos?
- Claro – respondí. Todo está ocupado y será un placer compartir esta mesa con ustedes.
Llamé a Martín, el camarero. Las mujeres pidieron dos jarras de cerveza haciendo gestos para indicar el tamaño más grande. Empecé a sentirme acomplejado cuando las descomunales botas inundadas de cebada líquida se posaron sobre la mesa y miré de soslayo hasta sentir la humillación con mi medio vaso en forma de tubo. Sí, cierto que era un buen brebaje, de los que curan catarros y espantan resfriados pero era infinitamente más pequeño, tanto que podría hundirse en los lúpulos de mis desconocidas compañeras.
- Martín, cóbrame lo de las chavalas.
- A ver, déjate de coñas – soltó.
- ¿Cómo que de coñas? Las chavalas están en mi mesa e invito yo, que además es día de fiesta. ¿De que país son?
- Ireland. We are mother and daughter. Somos madre e hija - tradujo.
Llegó Toño, un incondicional amigo. Se sentó en la silla que estaba libre, miró el panorama y soltó una pregunta con juicio veterinario.
- ¿Que haces con estas dos? ¿Las conoces?
- Acabamos de conocernos. Son irlandesas y son mis invitadas – respondí.
- ¡Qué loco estás!
Las mujeres devolvieron la mirada con una sonrisa. Toño pidió una cerveza de botella y brindamos los cuatro. La música empezó a sonar. Me fijé en el calzado de la clientela y todos relucían.
"Comprendí que derrochaba un tufo nauseabundo"...
Hace un par de años me llevaron borracho a casa después de haberme recogido de una charca en la que pasé un buen rato arrodillado. Durante el trayecto le dije a mi amigo Pablo que necesitaba evacuar líquidos. Nos detuvimos al borde de un talud. A duras penas conseguí abrir la bragueta. El chorro salió como un manantial hasta sentir que el abismo me tragaba cayendo como un pino al ser talado, desplomado por un desnivel en el que estuve a punto de romperme la crisma contra unas piedras. Me quedé tumbado, con los pies en la parte más alta y la cabeza hacia abajo, con la mirada puesta en el cielo y el sobrante de una meada que recorrió mi pecho hasta la última gota. Después apareció su mujer a la que hacía unos minutos había despreciado su ayuda.
- ¡Mira como estás! ¡Para haberte matado aquí! ¡Hueles que apestas! ¡Pero si estás todo mojado! – no paraba de exclamar. ¡Dios! ¿Pero a que me huelen las manos? No será… ¡cerdo!
Comprendí que derrochaba un tufo nauseabundo pero entre los dos me llevaron a casa oliendo a alcohol, a ropa mojada, a orina y con los zapatos sucios. Es lo que tienen los amigos. Me costó un pijama lanzado a la cara, una tableta de paracetamol y un fin de semana en la unidad de destrozados.
Creo que quedan muy pocos borrachos como los de otro tiempo y no quiero olvidarlos. Un pueblo no tiene historia si no tiene borrachos con pedigrí y esos pertenecen a otra época. Hay muchas clases de borrachos. Prefiero un borracho simpático antes que un sobrio con los zapatos sucios aunque algunos reluzcan de betún.
- Pablo – mi voz debió de sonar como un altavoz averiado. Esta fue la última – zanjé.
- ¡Estoy seguro de ello! – contestó.
La risa de Pablo retumbaba en mi cabeza al oírla a través del auricular del teléfono.