Artículos indeterminados
GRAN TORINO
A sus noventa y cuatro años Clint Eastwood, uno de mis ídolos cinematográficos, dice que no deja entrar al viejo. Es una buena filosofía, empujar la puerta desde el interior intentando que la edad no se coma el espíritu de juventud, de ganarle tiempo al último día con la actitud de sentirse pleno aunque los movimientos sean más lentos, el cerebro juegue malas pasadas como la locura del desierto transformada en espejismos y la piel esté agrietada como una tierra yerma.
A veces conduzco un viejo coche, porque las máquinas también se hacen viejas, pero con un poco de mimo pueden alcanzar longevas décadas para convertirse en clásicos hasta rozar la inmortalidad mecánica. Mi coche es una especie de herencia en vida porque quien lo conducía ya no puede o no debe hacerlo, empezando por la seguridad de los demás y después por la suya propia. Ronda los treinta años y mantiene la blancura con la que llegó a las manos de mi padre. Es mi Gran Torino. No tiene turbo, el elevalunas es manual, carece de aire acondicionado y en los días de calor uno puede sentirse dentro de una sauna. Cuando me subo a él miro el antiguo radio casette y la banda sonora de Gran Torino suena desde algún lugar con esa melancolía que come el alma y, como reza la letra en distintas estrofas, realinea todas las estrellas del cielo sobre mi cabeza y tan tiernamente tu historia es todo lo que ves. Entonces, seguir las líneas de la carretera se transforma en un extraño placer. Lo malo es que de copiloto viaja el tiempo, con los años vividos vistos desde el retrovisor y, hacia delante a través del parabrisas, un recorrido que palpa con temor la decrepitud.
"Entonces, seguir las líneas de la carretera se transforma en un extraño placer"...
Antes no me daba miedo hacerme viejo, sin embargo, bien cruzada la frontera de los cincuenta uno siente el vértigo de la velocidad de la vida y lo que ve a su lado genera ciertos recelos. El séptimo arte de manera indirecta nos mete una terapia retroactiva con independencia al lugar donde se desarrolle la historia, un mensaje que se aloja en los refugios de la mente cuando los créditos avanzan por la pantalla mientras desciendes en penumbra la escalinata de la grada y abandonas la sala. Últimamente me han enseñado a disfrutarlos desde la butaca, cogido de la mano y sumergidos en la banda sonora que cierra el filme. Ese ritual al que me abrazo tiene una parte romántica y otra lánguida. Quizá por eso les invito a pasear siguiendo, entre otros más, el hilo de un par de ancianos de película que dejaron una impronta en mí.
"Antes no me daba miedo hacerme viejo, sin embargo,
bien cruzada la frontera de los cincuenta uno siente el vértigo de la velocidad de la vida"...
El reloj de Benjamin Button se mueve escapando a la lógica, no obstante, el sabio refranero popular nos lapida con un “a la vejez, niñez”. Sales con tus padres de casa, los vigilas que no crucen una calle atestada de tráfico sin mirar, vas atento a cualquier tropiezo y si ese día los ves más torpes que de costumbre les das la mano para cuidarlos de una caída en algo tan sencillo como el bordillo de una acera. Los llevas a un parque de ancianos con elementos biosaludables para que ejerciten algunos movimientos y otros días los dejas en una residencia como equivalente a una escuela infantil o bien los apuntas en actividades psicomotrices para limar la demencia senil. La sesera comienza a fallar y a ver cosas que no suceden, la memoria se vuelve regresiva transportando al propietario a acontecimientos pasados que fueron cotidianos o transcendentales en su día para hacerlos actuales y, en la degradación del ser humano, puedes verte en la necesidad de que te pongan pañales hasta el día que nace el adiós.
Jessica Tandy, además de Miss Daisy, interpreta a una anciana que pausadamente cuenta su joven y aventurada vida en Alabama a Evelyn Couch (Kathy Bates). Evelyn ve como su biografía se destruye en la rutina, sin más salsa que la echada en las comidas que prepara para su acomodado marido. Tandy tiene, por contra, una historia vital alimentada de tomates verdes fritos que transmite a esa nueva amiga, aunque tanta vitalidad se ve ahora paralizada y olvidada en un solitario sofá de la sala de espera de una residencia de la tercera edad. Ese solitario sofá de una sala de espera en una residencia de ancianos es lo que me aterroriza, y me come el pánico con el espejo diario que cada uno podamos tener en nuestras casas. Somos tanto y en un suspiro tan poco que justo cuando ya lo sabemos todo, pensamos en el “Volver a empezar” de José Luís Garci.
Yo lo que empiezo a notar es que me estoy volviendo más cascarribas, con menos pelos en la lengua y que la modernidad comienza a comerme; así que discúlpenme, voy a salir a dar una vuelta con mi Gran Torino, antes de que ya no pueda hacerlo.