Artículos indeterminados
Rubén Suárez
LA SEÑORA CARMEN
Mi madre se quejó de dolor al subirse al coche. Saliendo del pueblo comenzó a pasear por sus mejores tiempos. En la voz se apreciaba un tono resignado, con arrugas de nostalgia palpables en la expresión de la cara y en unas manos avejentadas e inertes que yacían sobre las piernas. Hasta hacía un par de años, cumplidos los setenta y cinco, su piel era el epítome de una vejez que no testimoniaba la edad real. En su juventud era muy alegre, le gustaba cantar y mirar al futuro con optimismo. Pero todo se fue apagando, como una vela que acaba de consumirse y a la que ya solo le queda un hilo de humo como estela metafórica del tiempo. Los golpes de la vida mermaron la sonrisa y sus ojos entristecidos descubren como los fue encajando en su interior. La falsedad de algunas amistades, ser mujer y no haber encontrado la libertad de emprender, ni tan siquiera el carné de conducir que tanta ilusión le generó a principios de los ochenta. A veces rememora los pocos días de escuela que había recibido y como le entusiasmaba aprender a leer, el álgebra y una geografía de la que ya no recuerda casi nada de lo que sea más alejado de su entorno.
Ahora, escribir su nombre para estampar una firma en un documento es un esfuerzo caligráfico que viaja lentamente de letra en letra, seguido de un rudo pero solemne trazo inferior que le hace sentirse inculta y ante el que siempre se disculpa con la destreza mermada por la edad. La última vez que le vi firmar un documento fue en el banco y había sucedido exactamente tal cual lo estoy describiendo. Yo no podía evitar mirarla con toda la ternura del mundo y es cierto que abundantes dosis del lástima y culpabilidad. El subdirector de la oficina la observaba con la paciencia y tacto que solo algunas personas en su posición consiguen. En mi interior se retorcía la idea de no haber hecho nada por ella en ese sentido. Pude haber puesto empeño para que de vez en cuando cubriese uno de esos cuadernos en los que los niños empiezan a escribir y perfeccionar la caligrafía. Me lo había planteado en multitud de ocasiones pero al mismo tiempo creo que mi madre nunca lo hubiese aceptado excusándose con la falta de tiempo que supone atender la casa y toda la finca. O tal vez si. Son esas dudas que nos quedan del pasado. Es verdad el dicho que es mejor hacerlo y fracasar que preguntarse el por qué no lo hice y quedarse con la incertidumbre del intento.
Por eso se enorgullece hasta donde habían llegado académicamente sus nietos, siguiendo ese camino que ella nunca había recorrido. En el desfile de la ancianidad, la muerte de tres de sus hermanas y el alzheimer de la que aún vive junto al de su cuñada, sumaron aflicciones a los latidos de su corazón, pero si hay algo que la lastra hacia el fondo como una pesada ancla, es el deterioro físico que cada día se hace más notable.
Miró hacia el exterior a través de la ventanilla del coche cuando pasamos al lado de las instalaciones de la factoría de lácteos y de como había crecido. Centró la vista en la enhiesta torre cubierta con chapa de color beige que se alzaba como un símbolo.
- Desde luego al parecer ahora ya es de otra empresa. Le cambiaron el letrero – exclamó con ignavia y enfado. Ni tan siquiera se dignaron a conservar el nombre con el que nació después de tantos años.
- Todo avanza mamá – intenté justificarlos.
- ¿Avanzamos hacia donde? ¿Retirar ese nombre es un avance? También dicen que han despedido a mucha gente, de los que llevan toda la vida. Tengo la sensación de que se adueñaron de una fábrica que en realidad no les pertenece.
- Mamá - apunté, supongo que ya estarían todos en la jubilación.
- No, todos no – contestó volviendo la mirada al frente. A algunos aún les faltaban unos años. Los que se jubilaron fueron los que trabajaban en el edificio de oficinas al lado de casa. ¡Qué jóvenes éramos entonces! – exclamó. Todavía me veo regando el jardín y con todo aquel movimiento de gente entrando y saliendo. Recuerdo a un camionero de Sevilla que se sorprendía de como podíamos usar tanta agua para regar. Claro, en casa siempre hubo un buen manantial hasta que se contaminó con la obra que hicieron al lado - apuntilló. También recuerdo que en el siguiente viaje que hizo el mismo camionero había traído dos de esos bidones enormes y me pidió si los podía llevar llenos de agua. Cómo pasa la vida – pronunció con una mirada retrospectiva, como si la estuviese escudriñando a través del espejo retrovisor que sobresale en la puerta de su lado. Ya no puedo moverme mucho en coche porque me mata de la espalda – se quejó.
Aquella primera hora de la tarde de julio los campos estaban sembrados de un silencio al que se habían sumado los grillos y la cigarras que sesteaban ajenos a cualquier alerta. Fue un verano tremendamente caldeado y seco. Todo se antojaba pesado. Sin embargo el agua no había mermado del todo en el arroyo del que bebían los prados de suave hierba y que brillaban como cabellos teñidos de verde a la luz del sol. El cielo era de un azul límpido y el viento tan inexistente que ni una floja brisa movía las hojas en las copas de los árboles. El aire caliente parecía fatigar el aleteo de un solitario cuervo que dominaba las alturas y tal era la sensación de un vano esfuerzo para el avance, que en el momento menos pensado podría caer en picado. La carretera se había estrechado y retorcido aún más, tanto como su maltrecha columna que optaba por no apoyarse en el respaldo del asiento porque eso le incomodaba. Las intersecciones eran continuas y una vez que cruzamos el riachuelo, las curvas trazaban la misma línea de una herradura que parecía devolvernos al inicio del camino.
- Ni para viajar sirvo. El coche y estos giros me matan de la espalda y no encuentro la postura – volvió a lamentarse.
El coche entró en la aldea con las ventanillas abiertas y el aire acondicionado apagado. Opté evitarlo en un viaje tan corto con la intención de amortiguar el impacto caluroso que iba a provocar desprenderse de esa traicionera frescura artificial. Sin un alma asomada al mundo en aquel rincón del rural, las fachadas de las silentes casas devolvían al interior del vehículo el sonido del motor con un sordo exabrupto que aparecía entre hueco y hueco. Salvo esa irrupción, todo descansaba en un mutismo pasmoso.
- No recuerdo bien cual es la casa – comenté.
- Es ahí adelante a la derecha – contestó. Aquí, entra por aquí.
Delante del coche vi después de mucho tiempo a la señora Carmen. No la recordaba. Estaba sentada en una silla, debajo de un granero reconvertido en porche, refugiándose en una sombra que aliviaba levemente el aplastante calor. Al fondo, los muros de una casa vieja sobrevivían al tiempo y a la ruina del olvido custodiados por una pila de leña bien ordenada que poblaba el lado derecho y una maceta adornando el lado izquierdo con el colorido de unas azaleas.
El coche se detuvo antes de alcanzar la estrecha franja de sombra que el granero proyectaba. El color blanco de la carrocería se mimetizaba con el de fachada de la casa principal, rebotando una cegadora luz que quemaba en los ojos cual la ladera nevada de una montaña.
- ¡Qué bien se le ve! – murmulló mi madre antes de desabrocharse lenta y dificultosamente el cinturón de seguridad.
Al otro lado del parabrisas estaba la señora Carmen, impávida a la llegada de extraños. Sus codos se apoyaban en los reposabrazos y sus manos sostenían con firmeza una de esas paletillas de matar moscas. Esas pesadas moscas que no cesan de incordiar y violentar un momento tranquilo. Su pelo lacio y bien peinado tenía un color acerado brillante que destacaba encima de una tez marcadamente morena. Su hija la acompañaba, sentada a una mesa, inmóvil y absorta en la figura de la anciana. Vestía completamente de negro, con un pantalón fino cargado con un mosaico de diminutos elefantes blancos y una fresca camisa negra que desnudaba sus brazos desde los hombros. La observaba sin interrumpir la solemnidad del reposo. Se sorprendió con la llegada del coche y su rostro descubrió una sonrisa cuando resolvió quienes las visitaban.
Me apresuré a abrir la puerta y ayudar a mi madre a salir del coche. Los gestos reflejaban el dolor de una columna maltrecha que ralentizaba cada movimiento, llevándose la agilidad a cambio de la decadencia. Las tareas más simples suponían un esfuerzo de integridad pero el ímpetu le podía más que el dolor real. Había detectado en ella mientras la veía cocinando, que un incontrolable temblor corporal la sacudía de abajo a arriba y que la impotencia se apoderaba de sus ganas de seguir viviendo. Sin embargo ese pensamiento dicho más de una vez a viva voz, se mostraba incongruente con la tenacidad y la terquedad por mantenerse activa siendo consciente de que competía con el futuro de una intuitiva y dañosa inmovilidad. Me daba pavor imaginar que tarde o temprano toda la vitalidad que la acompañó de pronto se transformase en anquilosamiento. Los esfuerzos a los que seguía aferrándose se pagaban con lamentos por el dolor y una disfrazada depresión.
- ¡Desde luego, mira quien es! – exclamó la hija de Carmen. Con el calor que hace no tenías que haber venido – pronunció dirigiéndose a nosotros.
- Ahí donde estáis parece que hace fresco – contestó mi madre mientras nos acercábamos hacia ellas.
Además de la insistencia de mi madre por visitarla, mi interés recalaba en ver a una mujer que con tanta edad mantenía esa voracidad por leer libros. Tenía ganas de escucharla, de profundizar en su historia y el miedo a herirla si alguna de mis preguntas pudiese resultarle ofensiva. Quizá, pensaba, deba de ser cauto porque las personas solemos guardarnos cosas que se van con nosotros y cualquier intención de ser descubierta por otros, se presenta como un heraldo del cotilleo malintencionado.
Nos acercamos a saludarla, aunque mantuvimos cierta distancia bajo la advertencia de su hija de que había contraído esa enfermedad que tuvo encerrado al mundo. Sin embargo a ella no le había afectado con los síntomas más fuertes y presumía incluso de que se encontraba bien. Detrás de sus gafas con montura dorada se descubrían unos párpados semicerrados y unos ojos diminutos del color de la corteza de una avellana, quizá cansados de haberlo visto todo. Las arrugas de su cara eran marcadas como los surcos de las fincas que había arado a lo largo de su vida y en cada uno de ellos estaban labrados los ciento cuatro años de existencia. Carmen tenía ganas de hablar y el silencio que seguía invadiendo la tarde ayudaba a crear un ambiente sereno y amable. Además, su oído competía en excelencia con su vista hasta el punto de confesar que leía sin gafas.
- Sólo las pongo para ver de lejos.
Intentaba que nuestra conversación no se convirtiese en una especie de entrevista, de preguntas poco naturales y deseaba que todo lo que quisiera contarme saliese de forma espontánea, con esa voz que todavía surgía con la fuerza suficiente para hacerse oír. Aunque, finalmente opté por el atajo y ahorrarme un recorrido que podía prolongarse demasiado para Carmen.
Pero sí, le gustaba hablar aunque eso supusiera pasear por los duros años de su vida. Su voz dejaba entrever cierta debilidad, con un sonido metálico en la pronunciación. De vez en cuando ahuyentaba de un paletazo alguna inoportuna mosca que rompía el hilo de su discurso.
Carmen recordó con tristeza que su bisabuela Andresa había hecho de madre.
- Ser hija de soltera no era fácil en aquellos años – dijo mirándome a los ojos. Para mi madre había sido más importante buscar el sustento con un trabajo que le ocupaba la totalidad del día.
- Carmen – le interrumpí, hasta hace muy poco y aún hoy, si no fuese por las abuelas no podrían conciliarse muchos trabajos.
- En una ocasión supe que mi madre se había cruzado con él – comenzó a recordar. Tan pronto lo vio me contó que había apurado el paso y que a él no se le ocurrió nada mejor que decirle que no fuese tan rápido. La rabia y la humillación debieron de comer a mi madre porque se agachó para coger una piedra y liberar de su interior un colérico grito: ¡Desgraciado, si te acercas te romperé la cabeza!
Escuchaba a la anciana con una sensibilidad que me erizaba la piel a pesar del calor y creo que si el sol me diese en la cara, se descubriría el destello de una lágrima retenida al pensar en las madres solteras de posguerra. Sabía que todo lo que deseaba oír de ella era su amor por los libros y la lectura pero era inevitable no peregrinar por este y otros temas. Observaba a la mujer y veía en ella que las agujas del reloj corren a una velocidad que se nos escapa, donde cada día es un presente que en un suspiro se suma al pasado.
- Yo trabajaba en el aserradero de Portanxil y quería un reloj – continuó. Eso fue lo que compré con mi primer sueldo. Ganaba dos pesetas con cincuenta céntimos y quería saber cuando eran las nueve de la mañana para entrar y como las manecillas se acercaban a las seis de la tarde para salir.
Y ahí pasé mi vida de nueve de la mañana hasta las seis de la tarde – hizo una pausa. Llevaba un puchero de caldo para comer y así fueron todos los días desde los dieciséis años hasta los veintisiete que me casé. Por suerte ahora todo cambió, porque en aquellos años cuando te casabas tu vida se entregaba al hogar.
El sonido de un avión irrumpió desde el cielo. Carmen calló y se dejó llevar por el silencio durante unos largos segundos. Seguí mirándola con la idea de que ante mí tenía a más de un siglo de vida y que quizá ahora ella, haciendo un breve repaso, también pensaba que todo había transcurrido demasiado rápido.
- Tú – continuó, has visto mucho mundo y me gustó mucho tu libro.
Carmen bajó la mirada al suelo e hizo una pausa en la memoria para volver a enfrentarse al pasado.
- Los libros llegaron a mi vida cuando cumplí los cincuenta años y tuve que deshacerme de las vacas que tenía para cuidar a mi nieta. Ahí me di cuenta que disponía de tiempo y que de alguna manera tenía que ocuparlo, pero no recuerdo cual fue el primer libro que leí. No lo recuerdo – reafirmó. Ahora estoy leyendo uno pero no me está gustando nada y lo dejaré.
Le pedí permiso a la hija para entrar en casa y ojear la biblioteca. La sala era pequeña y desde la ventana podía ver a las mujeres afuera. La penumbra acompañaba la frescura que otorgan los muros de piedra a estas casas. Los libros ocupaban dos baldas de un mueble clásico y barniz oscuro, con títulos muy dispares que observé detenidamente. También poblaban una serie de fotografías desde los Reyes, políticos y famosos que habían regalado sus dedicatorias y reconocimiento a una mujer que había alcanzado los cien años. Desconocía que los poderes del Estado se molestasen en saludar a una anciana perdida en el rural. Sobre una mesa del mismo estilo que la librería que oscurecía aún más aquella estancia, emergían retratos de familia y los olvidados lomos del libro que estaba leyendo y no le gustaba. Antes de salir volví a observarlo todo, envuelto en una crisálida de imágenes quizá sabiendo que no volvería allí. Creemos que los segundos se mueven al ritmo de un reloj de arena, donde parece que el tiempo se mueve irrealmente pausado.
Carmen mantenía la conversación con mi madre y una vecina que se había acercado al oír voces. La hija nos descubrió que Carmen todavía era capaz de recitar una larga poesía sin temor a equivocarse. Y así lo hizo mientras puse la cámara a grabar para inmortalizar aquella escena. Su voz metálica se agitaba acompasada del temblor de sus manos, hilvanando cada verso con ternura y comprensión.
Al mes siguiente el sofocante calor persistía. Mi madre se encontraba mal, le dolían los huesos, las articulaciones, la columna y creo que hasta el alma. Ella no pudo venir pero era mi deber despedir a Carmen. Los coches fueron llegando hasta completar un aparcamiento de tierra que rezumaba la abrasadora temperatura de un desierto. La gente se cobijaba sin alivio en la sombra de los árboles y en el interior de la iglesia. Todos murmuraban acerca de la larga vida de Carmen con ciento cuatro años y de que se había ido con una merecida placidez. Aquella mañana de agosto, se levantó como había hecho cada día, pasó la mañana con la tranquilidad acostumbrada y no le faltó el apetito en la comida. Su hija Socorro le llevó a la boca el sabor de su postre favorito: un yogur de fresa. Parecía un final escrito cuando, justo después de la última cucharada, su cuello se relajó y cedió a la gravedad con tal delicadeza que los propios ángeles debieron de llevarla a dormirse en la eternidad.
¿Existirá todavía aquel reloj que compró con su primer sueldo?