MIRADA DE AMOR
La entrada principal de la casa es directamente por la cocina. La mujer pasó la escoba al suelo, lentamente, como cada uno de los movimientos que realiza, barriendo al recogedor los restos de migas que habían caído de la mesa después del desayuno. Vació la paleta en la bolsa de basura y la dejó con el cepillo, arrinconada entre una alacena y la pared. Miró el terrazo y consideró que había quedado limpio. Subió apoyándose en el marco de la puerta los tres peldaños que separan la estancia del resto de la casa. Ochenta y dos años y un esfuerzo que todavía era capaz de superar sin ayuda.
- No sé cuanto tiempo quedará para valerme por mí misma – pensó. Pero doy gracias a Dios de poder hacerlo aún.
La escalera precede a un comedor del que se distribuyen tres habitaciones y un baño. Todo es de madera oscura, de buena madera con la que se hacían antes las cosas. Las tablas del suelo no crujen, los muebles son robustos, las puertas bien firmes y gruesas.
La vivienda se fue restaurando con mucho esfuerzo y mimo, sin ahorrar en el diseño de los pequeños detalles como el apunte antiguo de los manubrios, las llaves de la luz, el lavabo en el baño o un aguamanil con peana en una de las habitaciones. Una mortecina luz se refleja en la mesa a media mañana. Penetra por el centro, cruzando la cortina de una pequeña ventana de madera, también recién cambiada con cada uno de los seis cristales en su correspondiente cuadradillo. Igual a como había sido siempre.
- Bueno, podíamos haber puesto una más moderna pero si él prefirió seguir con lo mismo, para mí está bien.
Se dirigió hacia ella, apartó el visillo y miró fuera a través de un vidrio perlado por el rocío. Observó el hórreo que todavía se mantenía en pie.
- Todo se hace viejo aquí, viejo y maltrecho. Tal vez te toque algún día – dijo en voz baja, como si pudiese escucharla. Suerte que el hijo mayor echó mano de todo con ese dinero que le deben. Era demasiado gasto todo junto y hay cosas más importantes que atender antes que a ti. Buen servicio fue el tuyo y a ver si tengo suerte de verte arreglado.
"Siguió mirando al exterior, repitiendo la monotonía de un acto diario"...
Siguió mirando al exterior, repitiendo la monotonía de un acto diario. Su pelo de plata termina de redondear una cara en la que habitan unos ojos de bondad. Su silueta se refleja débilmente en el cristal, con las manos refugiadas en los bolsillos de un mandil que hace juego con una chaqueta negra de mangas grises. Un suspiro en el aire acompaña la mirada hacia las otras casas de la aldea y un paisaje que se pierde en un horizonte melancólico. A pesar de todo lo que llevaba sufriendo mantenía esa increíble capacidad de guardar la sonrisa.
- Apenas he salido de este lugar, pero es muy bonito y me ha dado todo cuanto tengo. Aquí también tuve mucha felicidad y nunca faltó quien haya venido a verme.
Afuera está su hijo menor cortando leña en una mañana húmeda de marzo. A su edad aún podía oír perfectamente el sonido del hacha, ensordecido por los muros, al golpear el tronco. Un rasgueo rítmico pero pausado, sin más prisa que la hora de la comida, sin más apuro que la vida de una aldea y el de una alma que a punto estuvo de perderse antes de tiempo. Agradecía tenerlo con ella.
Dejó la transparencia de la ventana y paseó por la penumbra del comedor, recorriendo cada habitación con la nostalgia. No son muy grandes pero todas son muy acogedoras.
- Mira mi hijo mayor – pensaba mientras curioseaba unas estanterías pobladas de libros. Hay que ver como le gusta la montaña y leer esas historias, con lo peligrosa que es aunque a él le hace feliz.
La excursión casera continuó por el dormitorio marital, acercándose a la cama para planchar una arruga de la colcha que había descubierto y que podría confundirse con la de su mano.
- Hay cosas que ya se me escapan con la edad – caviló.
Ojeó el interior del baño y percibió un olor a limpio y el toallero bien colocado. Sintió que una punzada de hielo se clavaba en el pecho ante el umbral del cuarto de su segundo hijo. No pudo evitar que sus sentimientos desbordasen de cariño y compasión.
- Qué malos caminos nos deja a veces la vida. Eres buena persona – susurró al tiempo que se le humedecieron los ojos – y aquí estamos para ayudarte en todo y tenerte con nosotros.
La niebla se aferra al bosque de hayas y robles que nace justo detrás de la casa. Es un bosque muy hermoso, con un estrecho sendero que gana la pendiente, perdiéndose entre los árboles y siguiendo el curso de un regato que abría un tajo en el terreno. Por ahí estaría su marido, enredando en algún lado, con la misma edad y un pelo completamente canoso que se camuflaba con la bruma. Un joven gallego que se había ido a trabajar en la construcción de carreteras en Asturias, conoció a su mujer y ahí se quedó. Un hombre fuerte, sencillo, discreto y de carácter tranquilo. Le gustaba bajar a una sidrería que se llama El Mirador en Arriondas y algunos domingos se dejaba caer por el mercado de Cangas de Onís entre aromas de quesos, chorizos, productos de la tierra y las antiguallas que exhibían en sus puestos los mercheros y que tanto le gustaba curiosear.
El tañido de un reloj de pared reclama su atención, descendiendo la escalera peldaño a peldaño y ayudándose del marco de la puerta otra vez.
- Casi me cuesta más bajarlos que subirlos – consideró.
Se acercó a la cocina bilbaina donde una buena olla estaba al fuego. Abrió la tapa y sintió como el vapor del cocido quemaba su piel. El aroma inundó el ambiente creando una agradable sensación de hogar. Al lado de la cocina y pegado al tabique, hay un banco de madera tallada en el que acostumbra sentarse, arrimada al calor que desprende la plancha de hierro y dirigir durante un rato la mirada al cielo a través de la ventana. Aquí la luz se proyecta sobre los azulejos y provoca una luminosidad más fuerte. Apartó la visión de las grises nubes hacia la olla, dejándose llevar por el hipnótico crepitar del fuego. Permaneció un buen rato, absorta en los pensamientos hasta que el chasquido de un leño ardiendo hizo que se desprendiese de los inescrutables rincones de la memoria. Su interés se fue hacia el otro extremo de la tabla del asiento donde se apila un lote de revistas y un ajado periódico al que le faltan las páginas centrales. Cuando lo tuvo entre sus manos paró en el detalle de sus venas marcadas sobre una piel acartonada y como los dedos se habían retorcido con el implacable paso del tiempo aunque guardaban la fuerza suficiente para sujetar las cosas. Hojeó algunas noticias pasadas y releyó el obituario de la antepenúltima página.
- Vaya, ya pasaron dos años desde que murió Blanca. La recuerdo bien porque nunca dejó de hablarme y siempre nos tuvimos aprecio. Tengo suerte de poder leer sin gafas.
Afuera, el sonido del motor de un coche interrumpió la tranquilidad. Bodes es un topónimo que suena a cuento. La carretera que sale de Arriondas hacia el Mirador del Fitu tiene un desvío a mano izquierda por un trazado igual de sinuoso pero más estrecho, serpenteando entre prados y algunos árboles, hasta que se retuerce aún más y pasa entre varias casas. El coche se detuvo al lado de la pila de leña. Un matrimonio con sus dos hijos salieron con un efusivo saludo. Eran desconocidos pero al mismo tiempo trasladaban un intruso afecto familiar. En el ambiente se respira esa humedad palpable que entumece los huesos, con la tierra mojada y la hierba empapada de un verde que se intensifica con las gotas de agua. Unas gallinas cacarearon acompañando el alboroto de voces. El hombre de mediana edad que cortaba leña dejó de hacerlo, clavó el hacha en el tronco, limpió sus manos sobre la ropa que lo vestía y con un apretón de manos se dieron a conocer. Un minuto después apareció una silueta que descendía por el sendero del bosque con paso tranquilo y, antes de que llegase a la casa, apareció otro coche donde venía el hijo mayor.
..."Parecía el marco de una foto, tan inmortal como la simpatía y el amor que difunde"...
La mujer salió a la puerta mostrando una sonrisa de felicidad al ponerle cara a unas personas que habían oído hablar unas de otras. Como esas familias que pasaron una vida entera sin verse pero saben de su existencia en algún lado. La lumbre templaba el espacio, el olor del cocido abría el apetito y el resto de la casa seguía inmersa en esa claridad triste entretanto la visita la iba recorriendo. Después de una hora, cuando se fueron, la mujer se quedó detrás de la puerta, con la hoja inferior cerrada. Parecía el marco de una foto, tan inmortal como la simpatía y el amor que difunde.
- Tu nombre y esa mirada hace honor a la persona que eres – dijo él foráneo cuando se marchaban. Y tu ilusión por todo.
- Bueno, hay que tirar para adelante. Uno no puede apartarse de las ganas de vivir porque de lo contrario ya no queda nada.
Pasaron dos inviernos y en tres meses perdió a su hijo menor y a su marido. Se fueron uno detrás del otro. En los años siguientes, a veces se acercaba a la ventana del comedor y comprobaba que las estaciones transcurrían demasiado lentas. La nieve se derretía muy despacio y las flores de primavera tardaban en llegar y cuando nacían lograba percibir como brotaban de la semilla o como sus pétalos se abrían; como se evapora la última gota de un regato que se seca cada verano y el vuelo de la hoja de un árbol hasta llegar al suelo en otoño puede ser eterno.
En ocasiones las visitas volvían de nuevo, con el rugido de un motor que se acerca, con unas personas que ya no son desconocidas, con una caja de bombones que endulzan el encuentro y con una sonrisa que se funde en el cariño de unos besos.
- Pelayo, que alto estás – le dijo al niño que la visitaba y se había convertido en adolescente.
- No has cambiado nada Amor.
- Aquí sigo todo lo que me dejen. Estoy bien si me puedo valer yo sola y el hijo que me queda viene todos los días a casa.
Bodes suena a cuento y tal vez lo sea porque ahí vivió una princesa en el pequeño reino de su estatura. Ahora pasea por el bosque que hay detrás de la casa, envuelta en esa niebla misteriosa y bucólica.