TERROR EN EL GALLINERO
El 11 de septiembre de 2020 caminaba por la calle central de Negreira en una mañana soleada. Mis pasos pisaban baldosa de la rúa da Cachurra, desprendiéndose de la sensación de verano atípico para asomarnos a un otoño también extraño y acechando una Navidad que intuíamos completamente diferente. Supongo que los entendidos en pandemias aprovechaban que aún conservábamos el olor a playa para advertirnos que, como los surfers, fuésemos encerando la tabla para cabalgar la tercera ola del coronavirus.
Con la mascarilla puesta conseguí aparcar el virus a un lado de la mente y disfrutar de un sol que a mediodía disparaba la capacidad de alegrar el alma. Tal era la claridad que invitaba a elevar la mirada hacia ese cielo atmosférico, coloreado de un azul purificado a cuenta de la parada obligada, ventilada del monóxido de carbono que a lo largo de los años fuimos descargando en el aire.
Volviendo la vista a tierra vi pasar al señor Antonio, cruzándose con más personas, cabizbajo, mirándose
los pies y solitario como lo hace siempre desde que su mujer no volvió a salir de casa por los problemas de salud. Mis ojos pasearon por la ruinosa fachada del viejo edificio, levantando la nostalgia ante la implacable huella del abandono.
"Su visión me llevó instintivamente a sacar el teléfono móvil para inmortalizarlo en el escaparate de la redes sociales"...
Su visión me llevó instintivamente a sacar el teléfono móvil para inmortalizarlo en el escaparate de la redes sociales, apuntalado como recordatorio de un vestigio que estaba a punto de pasar por una reforma que una entidad bancaria – como nueva propietaria – se dispondría a ejecutar en breve. Todavía conserva esa vitrina frigorífica que en su día albergó un pequeño muestrario de mariscos, pescados frescos de la ría y sus buenos chuletones dispuestos a saciar el apetito de algún pudiente. A día de hoy es un horripilante tablón de anuncios que aparece como un zombi de la publicidad, con papeles desgajados, restos de cola o de cinta adhesiva que cuelgan tal cual el vestuario de un muerto viviente. Recuerdo perfectamente el restaurante en sus mejores momentos, cargado de clientela mientras hoy lo único que observo es una reja desvencijada, arruinada y oxidada por el tiempo.
En definitiva, aquella escena rezumaba historia y en la brevedad de una reminiscencia me trasladé a la década de los setenta, excavando como un arqueólogo en los rincones de la mente. Los domingos eran tardes de cine, de película taquillera que llegaba a las pantallas de los pueblos a recoger las últimas limosnas cuando las ciudades ya las retiraban de sus carteles. Pero que podía importar eso en un lugar perdido del interior, donde las tardes corrían sin prisa, monótonas y silenciosas, sobre todo en verano.
"En definitiva, aquella escena rezumaba historia y en la brevedad de una reminiscencia
me trasladé a la década de los setenta"...
En ese lapsus pude ver a mi madre peinándome, repasando la ropa dominical para que saliese impoluto y entregarme la paga de cincuenta y cinco pesetas que me permitía disfrutar durante dos horas en el Hollywood de cemento con forma de cubo que suponía el cine Gran Vía. Allí, donde hace años otra construcción lo sustituyó, irrumpiendo como un coloso desproporcionado a un lugar que en su diseño arquitectónico nunca debió de pasar de las cuatro alturas y sin más añadidos camuflados en las licencias y los intereses urbanísticos.
Plantado en 1976 y desde el balcón, solía esperar a que Carlos saliese de la casa de sus abuelos para recorrer la recta de nuestra calle que no tenía más anchura que la de un coche que pasaba en contadas ocasiones. Los dos nos íbamos hacia ese cine que nos dejó estrenos y títulos tan inolvidables como Galáctica, Grease o El Castañazo de Paul Newman y que todavía creo estar reviviendo, sentado en la butaca numerada y adaptando después el hockey a nuestros juegos, utilizando el tallo de las coles – los coleiros – por su forma de stick cuando se arrancaban de la tierra y una vieja bola de tenis que intentábamos colar entre dos piedras. El cine de Negreira tenía sus puertas de color gris y su cristal redondo, su taquilla, su vestíbulo y el mismo terrazo en el suelo que veo en un edificio de la Carrera de San Mauro que piso con mucha frecuencia. Nuestro cine tenía sus propios protagonistas al otro lado del celuloide, como los que cualquier otro sitio ha tenido. Las cinco pesetas de las cincuenta y cinco que me daban de paga eran para la bolsa de pipas que Digna nos vendía en la charcutería que había en frente, en el bajo de la casa de Modesto. Cuando hablo con ella sigo viendo la misma cara, el mismo pelo y el mismo gesto que hace mucho se quedó atrás. Es la única superviviente de aquel recuerdo al que se le sumaba Tino de Ceilán cobrando la entrada o Julito metido en el zulo desde donde la magia de un proyector salía a través de un hueco en la pared.
..."El cine de Negreira tenía sus puertas de color gris y su cristal redondo"...
Las cinco de la tarde era la hora puntual para entrar. En una ocasión llegué fuera del horario pero sin querer perderme el debut de una película que figura entre mis clásicos favoritos y que suelo ver siempre que tengo oportunidad. Lo peor es que me la iba a comer solo con seis o siete años, sin la compañía de los que amortiguan el pánico cuando el relato se las promete. Fui apresurado a comprar mis pipas Facundo con su toro y su rítmico eslogan, a cruzar la calle para dejar mi moneda del dictador en la ventanilla y a que Tino Guzmán, el acomodador, me abriese la puerta de acceso al gallinero para no encontrar ningún sitio libre y, menos aún, la cara de Carlos en aquella penumbra cuando fugazmente desaparecía entre los destellos que dejaba alguna escena. Pasé las cerca de dos horas sentado en un peldaño de las escaleras de madera, con el miedo en el cuerpo cada vez que la excelente banda sonora del compositor John Willians advertía que la aleta de un enorme Tiburón salía a la superficie, mostrando unas mandíbulas que ocupaban por completo aquella pantalla, desgarrando carne, tiñendo de sangre sus aguas para poner en jaque a las autoridades y a los veraneantes de una isla llamada Amity Island.