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AKAY

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Su nombre suena a abreviatura de fusil automático. A ametralladora. Y, a decir verdad, en cierta medida podría considerarse un arma de guerra porque pertenecía al ejército. Como ya conté en dos ocasiones y con esta se terminan las batallitas, me tocó pasar por la Base Aérea de Villanubla, en Valladolid, para servir un año largo en aquello que llamaban mili. Vamos, lo que hoy unos recuerdan entre la nostalgia de la experiencia, otros como tiempo perdido y otros – según prefiera mirarlo cada cual – como un remedio para algunos chupópteros y macarras sociales. Como en las pelis bélicas, te asignaban un hierro que se llamaba Cetme con el que te ponían a bailar durante un par de meses con la instrucción a vueltas, incluyendo esa jura de bandera tan rancia para unos y aún encima en pro de un país más lastimado por los moralistas de la historia que Jesucristo en el Vía Crucis. A Alá, Mahoma, Buda, Shiva o Sanpitopato mejor no los tocamos porque nos convierte en intolerantes y además hay que respetarlos como una gota de agua en la sed del desierto.

Volviendo a tierras castellanas. Llegué a ella – a Akay – por instinto, quizá por aventura o por pura supervivencia militar para que nadie eligiese por mí. Akay era mi Pastor Alemán sin tener claro a estas alturas si lo del género masculino o femenino actual afecta en la raza canina.

 

"Akay era mi Pastor Alemán sin saber a estas alturas

si lo del género masculino o femenino actual afecta en la raza canina"..

 

En ese instante mi mundo animal había aumentado después de disfrutar de la compañía de dos gatos domésticos que pasaron por casa en diferentes etapas y bautizados con el mismo nombre de “Micholas” que ya venía copiado de uno que había tenido mi vecina MariCarmen. Ambos, además de compartir apodo, llevaron la misma suerte desapareciendo en sendas noches de juerga gatuna. También tengo que contar las plumas que fueron desfilando por el gallinero, los conejos de una cuadra o el pavo de mi vecina que en su día allá por los setenta, junto con los bueyes de Ricardo cuando estos se escapaban por la aldea de Vilachán, nos hacían correr como en los Sanfermines. Toda una experiencia durante la niñez entre astados y el guajalote de marras..

Después del beso al estandarte, pasamos un mes esquivando la ruleta para no romperte la piñata en un juego similar al de humor amarillo pero sin acolchado protector. Tras una carrerita, brincábamos entre postes, barreras, agujeros, muros y toda fortuna de obstáculos para ejercitarse en aquel entramado que llamaban pista americana. Eso y saltar de camiones en marcha. Para algunos, los que ya llevábamos el gen de la aventura encima, suponía un entretenimiento enorme; para otros una jodienda o tal vez una experiencia jodida. Vete tú a saber.

 

..."No éramos más guapos ni mejores, sólo éramos guías de un perro"...

A partir de ahí entramos en aquel santuario llamado “perreras”, donde un cordón negro sobre la solapa de la guerrera te distinguía del resto de secciones. No éramos más guapos ni mejores, sólo éramos guías de un perro y condicionaba – volviendo a repetirme contado historias – algunas situaciones soldadescas, haciendo la vista gorda para que algunos saliesen o entrasen furtivamente de noche cruzando la pista de aterrizaje en busca de los bares del pueblo que estaba al otro lado. Tenías un estatus entre aquella sociedad alada y vestida de azul marino.

 

..."nos disparaban por encima de la cabeza

unas balas de media carga denominadas “pitufos” porque eran de azul celeste"...

Akay fue la perra que me asignaron. Era joven, un año y medio de pura energía y la ventaja que solo había tenido un guía que además de ser otro soldado gallego, era un buen fulano de apellido Grela. Fue de las mejores experiencias que pasaron por mi vida. Con Akay entrenábamos el circuito canino, hacíamos exhibiciones para colegios e institutos cuando nos visitaban. Otras, nos divertíamos dando barrigazos por un circuito hostil que llamaban “pista de combate” donde, entre fuegos, túneles, alambradas y otras trampas, nos disparaban por encima de la cabeza unas balas de media carga denominadas “pitufos” porque eran de azul celeste. Todo para acostumbrarnos a determinados ruidos y escenarios. Pero lo más importante es que cada vivencia nos unía mucho más. Desbordábamos empatía y felicidad. Irse de permiso tenía su libertad y regresar de casa después de diez días para acuertelar otros veinte allí, solo tenía el aliciente de encontrarme con ella. El primer día cuando me acercaba al recinto y habiendo aún una buena distancia, solía dejar un silbido en el aire que de forma inmediata era correspondido por sus ladridos de euforia que se elevaban por encima de los demás colegas de pelo. Lo que venía a continuación suponía acabar por el suelo regalándonos mimos. Semper fidelis.

 

Recuerdo muchas noches a diez bajo cero, o menos. Nos apostábamos por algún rincón o metidos en algún avión, escondidos en la oscuridad y buscando abrigo. Alguna vez solía quedarme dormido unos minutos. Cuando despertaba, allí estaba ella, pegada a mí, dando calor y olisqueando el ambiente. Vigilando. Me miraba y me soltaba un lengüetazo en toda la cara.

..."Nos apostábamos por algún rincón, escondidos en la oscuridad y buscando algún abrigo"...

Despedirse para siempre con una larga vida por delante es más doloroso que cuando el ciclo vital se termina. Eso sucedió con ella. Me costó acercarme, me llevó una mañana contarle todo lo que había sentido durante aquellos meses y el recuerdo imborrable que dejaba en mí. No paré de llorar mientras le hablaba y son pocos los días en los que en algún instante no aparezca en mi memoria. No sé, yo podría tener piojos y exterminarlos sin sensibilidad alguna y menos pensando en el juicio al que me someterían los animalistas, pero me toca mucho las narices cuando alguien dice que no me gustan los perros sencillamente porque no los tengo. Tampoco me cautivan algunos amos o amas. Después están los que sueltan en algún momento transcendental, un comentario que sale como un disparo de cañón, apuntando a ojo y desde la distancia y sin tener ni puta idea.

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