ALCAÇER DO SAL

Me gusta Portugal aunque puede parecer un atrevimiento hablar de uno de sus pueblos si les digo que en Alcaçer do Sal no callejeé más que una hora a medianoche y otra, con el amanecer, en una especie de secretismo alimentado por la niebla de la mañana. Casi, como si fuese una urbe escondida al mundo.
Sin embargo, dice su historia que es una de las poblaciones más antiguas de Europa y que fue habitada desde el mesolítico. Yo llegué más tarde, en el otoño de 2017. Viajábamos de vuelta en la misma furgoneta que nos llevó hasta Huelva, un año más.
Desde Salvaterra hacia el sur o de vuelta hacia el norte, mis compañeros de viaje suelen concederme algún capricho. Mi debilidad es el puente 25 de abril cruzando la desembocadura del Tajo y pasar por las arterias de Lisboa. En esta ocasión fue el largo y moderno puente Vasco de Gama camino de Andalucía. Los puentes me parecen las obras más simbólicas para un viajero, como si con ellos cruzases la continuidad de un paisaje.
Existe una moda con la que no comulgo que, como si fuese una cosecha, nos lleva a plantar bancos al pie de acantilados compitiendo por vender el mejor paisaje del mundo y la mejor puesta de sol. Cualquier sitio es bueno para el Ara Solis. Lo mismo de pie en medio de la naturaleza que metidos de lleno en un contorno urbano de hierro y cemento. Lo mismo en una carretera encontrando algún amanecer o coincidir como nos sucedió, con una puesta de sol sobre el puente fronterizo del río Guadiana, donde los lastimeros rayos se colaban entre los cables del atirantado creando un juego de luces que bailaban del violeta al naranja.
"Portugal recogía la vuelta a casa y Alcaçer do Sal la pausa para dormir"...
Portugal recogía la vuelta a casa y Alcaçer do Sal la pausa para dormir. Llegamos tarde para la hora Lusa. Una avenida en descenso adornada de maceteros con luz blanca incorporada marcaba linealmente la llegada. Era un lunes y eran las diez de la noche. Apenas había algo de vida que parecía resistir la retirada a casa desafiando los albores del frío en dos terrazas de cafetería. Nuestro hotel se llamaba “A Cegonha” y como la “segunda feira” suele dejar un ambiente desvaído, facilitó un rápido aparcamiento en una pequeña plaza al lado de la entrada.
Salimos a cenar. A cien metros del hospedaje una casa albergaba dos negocios. En la planta baja un restaurante con una coqueta terraza cubierta, de mesa con mantel fino y el servicio puesto. Pasamos tan de largo como creímos se pasaría el menú a nuestro presupuesto. Por la parte de atrás, por donde entran los canallas, encontramos unas escaleras que daban acceso a una pizzería que tan pronto las subimos volvimos a bajarlas cuando el camarero nos indicó desde la puerta que la cocina estaba cerrada.
A Alcaçer Do Sal apenas le quedaban minutos para el sueño y a nuestros estómagos no le quedaban más que un enorme hueco.
- Tengo hambre – le dije a mis dos compañeros. Tengo hambre – grité!
Seguimos por el paseo hacia adelante, escapando de ese restaurante que nos parecía caro sin haber visto los precios y buscando locales que resistiesen la hora del cierre. La rotonda de entrada y un puente de hierro marcaba una división en el pueblo y a nosotros el límite de la oportunidad para cenar. Nos quedaba un cutre local de fritanga o el restaurante. Nos decantamos por el último volviendo sobre nuestros apurados pasos mientras echaba el ojo a un castillo iluminado que otea en lo más alto de una colina que configura el paisaje urbano de Alcaçer. Al final las apariencias fueron solo eso, apariencias, y cenamos relativamente bien a un precio asequible.
- Me voy allí tan pronto nos levantemos de la mesa – les dije a mis compañeros.
- Pero a que vas a ir hasta allá arriba a estas horas?
- Los lugares, sea la hora que sea – afirmé – hay que visitarlos aunque no tengas más tiempo que la noche.
Seguimos el paseo del río hasta que empezamos a callejear en fuerte subida por calles estrechas y vacías . En un ambiente bohemio curioseaba detalles arquitectónicos que archivaba en la cámara de fotos. Metidos en esa atmósfera aparece una hormigonera de obra que hace aflorar con rapidez mi espíritu comediante sin dejar pasar la oportunidad de regalar un instante divertido, utilizándola de complemento ideal para escenificar a un aventurado conductor que sentado en el suelo pilota un monocilindro que no se mueve un centímetro.
..."La noche era relativamente agradable y eso invitaba a la clientela a estar en la calle,
sentados en el suelo de la acera o en los bancos de una zona cubierta"...
A los pies del castillo descubrimos un bar abierto que, tocando la medianoche de un lunes a finales de octubre, conseguía reunir a una fauna joven que se resistía a ser parte de los habitantes refugiados en sus casas. La noche era relativamente agradable y eso invitaba a la clientela a estar en la calle, sentados en el suelo de la acera o en los bancos de una zona cubierta.
- Ajá – les dije a Fran y a Angel. Ya sé yo donde vamos a tomar una después.
Por fin llegamos hasta los viejos y derruidos muros de construcción almohade del monumento más emblemático. Me subí a ellos al lado de una de sus torres. Sobre un telón de oscuridad se ocultaba el estuario del río Sado quedando solo a la vista, tocado por la luz de las farolas, el pueblo y la orilla del río más cercana. En medio de esa negrura me perdía la visión sobre las antiguas salinas, mayormente reconvertidas en campos de arroz. Volviendo al hotel, mis colegas no se animaron a bajar una pinta en el bar y eso que insistí invitando yo. La arquitectura debe mezclarse siempre con lo humano y en esta ocasión se quedó allí, olvidando a un grupo de jóvenes que pasada la hora bruja seguían convocando su particular hechizo.
Nos despertamos temprano y fue Angel quien me invitó a visitar el pueblo con el alba. Fue un paseo breve, con el mismo recorrido que hicimos buscando un local donde cenar. Pasamos por una pequeña plazoleta con una cafetería que inspiraba tertulias, lecturas, un cigarrillo o una pipa y cuyo nombre Central no correspondía con su ubicación en uno de los rincones.
"El río Sado mantenía el mismo color verdoso donde lo más trasparente era la niebla que fabricaba"...
El río Sado mantenía el mismo color verdoso donde lo más trasparente era la niebla que fabricaba. Los pueblos que guardan belleza se magnifican con algunos escenarios, sin que eso suponga pensar en algo tétrico. Lejos en la distancia y lejos en la situación, su puente levadizo de hierro pintado de color verde evocó el cine bélico con un título de sobra conocido. De vuelta al hotel dispuestos a caer como fieras sobre el desayuno, pasamos por la iglesia donde las “cegonhas” y sus nidos, sin saber con cuantas aves compiten en este hábitat, tienen el cielo ganado como representación animal del lugar.
Cuando nos fuimos dejamos las aguas del Sado continuando hacia su desembocadura, dirigiéndose a un espacio natural que se mezcla con lo urbano manteniendo una línea dócil de construcción; allí donde se forma una manga con dos largas playas, una interior y otra exterior abierta hacia el océano. Su nombre es Troia. Esperemos que nunca nadie entre con un caballo que guarde en sus entrañas la vorágine de grúas y ladrillos porque hay lugares que no lo merecen.
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