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SE LLAMA RAÚL

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Se llama Raúl y está muchas veces en la puerta del supermercado, sentado en el suelo pidiendo limosna. Cuenta que las empleadas se portan muy bien con él, que lo ayudan mucho. En realidad ni tan siquiera mendiga, hace pulseras y en ocasiones le pago el trabajo por hacerme una. Otras veces, le compro una empanada o un tetrabrik de zumo.

 

Hoy lo he buscado. Eran las dos y media de la tarde. Estaba sentado en una silla de la terraza de la cervecería Gallaecia, con la cabeza caída sobre el pecho, dejando que un sueño ligero lo acercase a un momento dulce y aislado de otro día deambulando por la vida. Todos hemos visto a muchos vagabundos. Los hay muy profesionales y de esos rehuyo directamente. Pero aún no acierto a saber porqué Raúl me llegó más que ningún otro de los mendigos de verdad.

A todos, supongo, se nos aprieta el corazón viendo el drama de los que escapan de una guerra. O todos los que pagan a las mafias para cruzar mares e intentar no morir en el intento. Raúl creo que no huye de nada y tan solo ha escapado de la vida.

- ¿Serás capaz de abrir los ojos? - le dije.

- Hombre amigo - dijo con una sonrisa cargada de huecos entre las filas de sus dientes. ¿Qué haces por aquí?

- Vengo a traerte unas cosas que me parece te hacen falta. Déjame ver tu mochila. ¿De cuántos litros es?

- Creo que 65 – respondió.


Raúl la abrió. De su interior sacó un pantalón más roído y sucio que el que llevaba puesto, dos camisetas de algodón húmedas y otra camiseta técnica, un pack de tres calcetines blancos sin estrenar; un blister de chorizo, un mendrugo de pan; una cartuchera también húmeda a modo de neceser y una bolsa con ovillos de hilo.

- Con esto es con lo que hago las pulseras – me explicó. El fondo de la mochila era un montón de migas de pan y colgantes que me dijo no servían para nada.

- Raúl coño, hay que limpiar esta mochila. No puedes andar así con la mochila hombre, piensa que es como tu casa y tienes que mantenerla bien. Yo limpio mi casa y tu la mochila.


 

Se fue al contenedor a sacudirla. Volvió con otra sonrisa decorada con su pelo y barba desaliñada, sin dejar de mirarme con el reflejo de una cierta ilusión.

- Mira, tengo estos dos pantalones que creo que te van a servir y este chaleco para el invierno. Te regalo un forro polar y este chubasquero. Te llevas tres pares de estos calcetines de montaña que son muy calentitos, largos hasta la rodilla que te vendrán muy bien. Ojalá vieseis su cara de emoción, de tristeza, de agradecimiento, de pena, de cualquier adjetivo que signifique sentimiento.


- ¿Ese es tu saco de dormir? - pregunté.

- Sí, la verdad me ayuda mucho. Jorge el alcalde me ha dejado dormir allá abajo donde están unos servicios de mujeres para los días de lluvia.

- Eso está bien – dije. Pues te traeré un saco mejor que ese, pero lo tengo en el trabajo y hasta el sábado no puedo dártelo. Es mucho más caliente que ese pero es más grande y a ver como lo apañamos a la mochila.

- No sé como agradecerte esto – me dijo mientras se abrazaba a mí, sintiendo que mi abrazo se quedaba muy inferior al suyo pero deseando que encontrase una pizca de cariño más que de compasión. De verdad - prosiguió - que no sé como agradecerte esto, dime que puedo hacer por ti, dímelo – insistió.

- Nada Raúl o sí, tal vez sí. Tira a la basura la ropa vieja y ponte la nueva. Por la noche, cuando estés solo te cambias pero no guardes esta vieja que no te sirve ya para nada. Y aprovecha este fin de semana que viene buen tiempo para lavar y secar esta ropa.

- ¿Qué número de pie llevas?

- ¡Es grande! ¡Un cuarenta y cinco! - me contestó alegre. ¡Es que tengo un pie muy grande!

- Vaya, ahí no puedo ayudarte porque calzo un cuarenta y uno. Pero buscaremos a ver si te encontramos algo.

- Aquí me cuidáis mucho. Os portáis muy bien conmigo – dijo mirándome a los ojos mientras volvió a abrazarse a mí.

- ¿Comiste? ¿Quieres un café? - pregunté. ¿Te pago esa cerveza?

- No, no es cerveza! No bebo! Y es de mentira – dijo mientras la cogía. ¿No ves que es un frasco del servilletero? Juan, el del bar, se porta también muy bien conmigo. Me invita muchas veces y también lo hacen otros eh!


Me fui. Subí a mi coche.

- ¡¡Más vale que te vea con la ropa limpia puesta!! - grité con una sonrisa.

- ¡¡Claro!!


Me lo encontré después en el interior del supermercado, un poco apartado de los demás haciendo la cola para pagar una lata de refresco. Raúl estaba llorando, de manera disimulada. No me había visto. Me acerqué a él. Se abrazó a mí e insistió en que no sabía como agradecerme el regalo de la ropa.

- No estés así hombre – dije. Alégrate. Por su cara el abatimiento descendía como un hilo de agua. Ven – le pedí – vamos a dejar la lata en mi cesto y salgamos atrás que estamos más tranquilos y charlamos un rato.

- ¿De donde eres Raúl?

- Es que aquí os portáis conmigo como no se han portado en ningún sitio. Ni tan siquiera en mi tierra me han tratado así. Soy de Extremadura, de un pueblo que se llama Jerez de los Caballeros.

- ¿Tienes allí familia? - pregunté.

- Sí, allí están.

- ¿Hablas con ellos?

- Aún los he llamado antes. Pero es que nadie se ha portado conmigo como os portáis aquí vosotros – insistía. Yo trabajaba y acabé mi trabajo y me vine a hacer el camino hasta que se me acabó el dinero y por aquí sigo.


Raúl, como dijo, es de Jerez de los Caballeros. Seguro que él nunca será su hijo predilecto o ninguna calle llevará su nombre por ser buena persona o por ser, sin duda, su Caballero más errante. Raúl me recuerda a un escalador americano de los años 60 que siempre fue para mí una especie de mito con el que me identifico. Volvimos a entrar en el supermercado, en nuestra cola. Le pagué la lata y no quiso los 50 céntimos de la vuelta. Seguí con mi compra y metí en la cesta un cepillo de dientes con pasta dentífrica y un paquete de galletas. Los cogí para él pero ya se había ido, tal vez con una pizca de ternura y quizás con la compañía de la tristeza a un lugar apartado. Raúl calza un número 45 y pronto necesitará botas nuevas aunque nunca sepamos que dirección lleva la flecha que marca su Camino.

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