Hacía mucho frío aquella mañana de un día diez de enero de 2009 pero brillaba el sol sobre la ría de Corcubión. Las cumbres más altas del Monte Pindo comenzaban a cargarse de esa luz que al final de la tarde transforma el color gris de sus piedras en un rosa enigmático. A una hora temprana salían de la iglesia almas devotas cuando nosotros iniciábamos los pasos por un sendero que nos acercaría un poco más al cielo mientras nos adentraba en un paraje cargado de leyendas paganas. En los tramos donde la roca se intercambiaba con la hierba, pisábamos una alfombra tapizada de blanco que rompía bajo nuestros pies con sonido de escarcha.
En el Campo de Lourenzo su gigante nos recibía inmóvil como siempre pero con esa sensación extraña, dada la condición de lugar misterioso, que en cualquier momento podría moverse y no para amedrentar, sino para huir de esos estúpidos que suben cargados con botes de pintura a manchar la roca con nombres propios.
"una alfombra tapizada de blanco que rompía bajo nuestros pies con sonido de escarcha"
Hacía unos meses había vuelto de Perú, de la primera expedición, con un sabor agridulce y necesitaba crear una barrera en el tiempo de aventura. José Ramón y yo íbamos a escalar una pequeña aguja de quince metros, a los pies de la cumbre redondeada de A Moa. Una aguja por la que pasamos una y otra vez admirando su forma y en mi pensamiento un inevitable cruce de imágenes que se me antojaban tan paralelas como disímiles.
En ese pasillo que abría la puerta hacia el punto más alto del Olimpo Celta corría un viento gélido cuando dimos los primeros martillazos. Después fue el trabajo continuado de los friends y empotradores, aupados por estribos en una escalada vertical que seguía la línea de una fisura que se dividía en dos. Escalando como quien lo hace por el filo de una navaja y dejándonos los nudillos en el fondo de esas hendiduras.
Nos dio trabajo porque además de parecerme difícil, y lo digo sin excusa, apenas habíamos escalado los meses anteriores. Nuestra técnica y el estilo seguro que dejaba bastante que desear pero no nos importaba porque pertenecemos a esa clase de escaladores que no persiguen el exclusivo apartado deportivo. José Ramón, me aseguraba pacientemente desde abajo a la espera de la culminación de esta nueva vía y después subirla siguiendo un fino hilo de nylon que marca el camino para compartirla juntos en un abrazo que comulga con el sentimiento de la montaña. Solo me quedaba asaltar el final, aupándome encima de un bloque donde acaba la roca y empieza el abismo. José Ramón preparó la cámara para inmortalizar un momento, en la búsqueda de una fotografía que me perseguía por su belleza. La de Gaston Rebuffat sobre la exigua Aguja de la República con la inmensidad del Mont Blanc como telón de fondo mientras recogía la cuerda.
Hice exactamente lo mismo. Ponerme con los brazos abiertos y la cuerda estirada sobre ellos, marcando las dimensiones de todo cuanto me rodeaba. Detrás de mí había otra inmensidad líquida, porque a fin de cuentas, toda la nieve del Mont Blanc es agua. Solo se me ocurría un nombre para bautizar este itinerario: Océano.