CABO ORTEGAL
SITUACIÓN
CROQUIS
CABO ORTEGAL
Punta dos Aguillóns
“Pilar del Atlántico, 6a+”.
“He sido arrojado a una horrible isla desierta,
sin esperanza alguna de salvación”.
Robisón Crusoe.
Quien ose descubrir la escalada arrastrará siempre palabras de Julio Verne: “Nada es tan poderoso como la atracción del abismo”.
Las escaladas que requieren mover cierta cantidad de material, suelen llevarse a cabo en grandes paredes. Descender por los acantilados más altos de Europa, aún por su vertiente más baja, supuso instalar cerca de doscientos metros de cuerda fija y una de cincuenta metros que utilizamos para llevar a cabo la escalada en sí.
Descendemos con cuidado por la empinada ladera, aunque, en aras a la verdad, la creíamos un tanto más difícil; creencia que en un principio nos hizo llevar más cuerda de la necesaria.
En nuestro acercamiento a la pared el cuidado se impone en algún tramo expuesto, un exceso de confianza, un resbalón inoportuno podría llevarnos a una caída de cien metros en un efímero y directo vuelo, al encuentro con un mar que exhibe su fuerza con un ensordecedor rugir al romper en la roca.
A medida que descendíamos nuestro entusiasmo crecía con la visión que íbamos adquiriendo sobre la aguja. Sus dimensiones, verticalidad y extraplomo amontonaban nuestra boca con palabras de entusiasmo y emoción.
Nuestra primera jornada la dedicamos a conquistar la cima por el único espolón accesible desde tierra. Una arista de cincuenta metros que nos regaló una placentera escalada con pasos característicamente alpinos y la decepción de encontrar una “chapa” que dejaba constancia del paso de algún escalador que se había llevado, para su felicidad, la virginidad de esta roca de dura ecloxita.
La escalada alpina, a diferencia de la deportiva, lleva al montañero a la esencia de lo que supone una cordada. No hay más meta que una cima, una pasión que enriquece el espíritu del hombre y la forja de una amistad que se afianza como los clavos que se martillean en una grieta para proteger un paso complicado y la distancia sobre el seguro suelo.
Así pues, escalamos, hicimos una cumbre por una ruta normal, pero queríamos dejar nuestro sello y descendimos en busca de un recorrido que permitiese dejar nuestra impronta. En contraste con otras paredes, ésta había que bajarla primero para volver a conquistarla. Buscábamos el mismo punto, la misma cima desde la que partíamos, pero abriendo nuestro propio camino, escapando de un mar que, casi como nuestro naufrago Crusoe en su isla, nos hacía prisioneros de esta torre peninsular.
Los bloqueadores hicieron bien su trabajo, subimos los casi cien metros verticales como arañas por un hilo de nylon trenzado. Remontamos lo descendido y descendimos lo ascendido, un juego de palabras tan inevitable como la realidad que nos tocó vivir.
Pasamos una buena noche, adormecidos por la canción de cuna que el océano susurraba en nuestros oídos e iluminados por el faro de Ortegal que espantaba a los fantasmas de la noche.
Descender, escalar, descender… A pie de vía rozamos un extraordinario mar con los pies. Nuestros sentidos quedan atrapados por el juego de las olas, en un viaje similar a un tiovivo de feria, a un sube y baja como nuestra aventura. Sumergimos nuestras miradas en su profundidad y nos sentimos partícipes de la vida que esconde, multicolor como el mejor de los jardines y fuera de él, en la roca, nos gusta empotrar nuestras manos en una fisura y aupar nuestro cuerpo. Abrir camino, ganando altura, mirando al cielo y bailar en el vacío. Utilizar una pequeña regleta que pone a prueba la fuerza de las manos, un instante en equilibrio que pide serenidad, el chasquido de un mosquetón al cerrarse y sobre todo ese momento… cuando llegas a la cumbre, una cima minúscula donde abrazas la grandeza de la amistad y el viento y el sol y quieres que nada haga daño a esta tierra y que quien la tiene en usufructo la entregue mejor que la ha encontrado… Y te ríes de la vida, de los momentos malos.
Se escuchan sonidos de gaitas. Ahí está Breogán, dando la espalda al sol ahondando su mirada en el horizonte, tal vez busque sus raíces en Irlanda, en Escocia y más al norte de la indómita Islandia; tal vez todavía escuche los ecos que el festival celta de Ortigueira ha dejado al otro lado de la ría. Finaliza el verano, pronto caerán las lágrimas del cielo para que esta tierra siga siendo verde aunque, a veces, pone demasiado ímpetu en sus lloros.