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CARRETERAS

Siempre dije que detestaba conducir o tal vez deba decir que me gusta conducir cuando voy solo, a mi aire, pensando en una historia que pueda contar, o confesar que pocas veces me agrada llevar las manos en el volante si voy acompañado. Muy pocas. Y entiéndase sin picaresca, que prefiero ir de pasajero y casi mejor en el asiento de atrás porque de algún modo guarda una pizca de intimidad y un punto solitario que permite ir divagando mientras pierdo la vista en un paisaje que pasa de lado y en horizontes que embaucan a soñar. No es lo mismo un trayecto de placer a un recorrido obligado y que los coches son un medio de transporte contaminante. Que me crispa ver como alguien arroja basura por la ventanilla o deja el coche parado y encendido mientras mantiene una interminable conversación. 

 

No me gusta conducir, me gusta ir hasta algún lugar. Tengo amigos que han hecho viajes largos y “limpios con el medio” al utilizar la bicicleta como su medio de transporte. Viajes tan largos como salir de Gijón para seguir la ruta de la seda durante un año. Otro, al que me une el vínculo familiar, se aventura en trayectos más cortos pero no menos intensos como volver a casa desde Suiza en dos ruedas o salir desde aquí para darse una vuelta por Francia y regresar al punto de partida consciente que es una actividad que abre la puerta hacia sueños más grandes.

Son viajes extraordinarios donde el viento pasa por la aerodinámica de la cara, en contacto directo con los olores de cada paraje y quienes lo habitan.

Las carreteras pueden significar desplazamientos cómodos, con buen asfalto y líneas recién pintadas que nos acercan a las capitales, o no. Pueden ser kilómetros más sinuosos hasta aldeas que conservan el encanto rural o pueden ser tramos tan exóticos como peligrosos en las llamadas carreteras de la muerte.

 

"Hay un trayecto que llevo realizando diez años: viajar hacia el Finisterrae"...


Hay un trayecto que llevo realizando diez años: viajar hacia el Finisterrae. En realidad no llego nunca hasta ese punto, me quedo quince kilómetros atrás. Apenas dura cuarenta minutos y es por trabajo, de esos que llenan el alma y despiertan la pasión. Me da igual que llueva como en el diluvio universal, porque el ruido del agua en los cristales inspira lo melancólico, o puede que esté ante un sol de primavera que alegra aún más el destino. De cualquier manera es un viaje que me encanta. En este tiempo he visto cruzar lobos solitarios o una manada de lobos que no tuvieron reparo alguno a detenerse en un camino de monte para regalarnos un intercambio de miradas, entre lo salvaje y lo infrecuente, sumando mi maldición por no tener la cámara de fotos conmigo o la rapidez en desbloquear el teléfono a las ocho de la mañana.

..."En este tiempo he visto cruzar lobos solitarios"...

Cuando paso al lado del embalse de A Fervenza pienso una y otra vez en una fecha invernal para circunnavegarlo en piragüa cuando se llena de caudal y alcanza sus orillas más lejanas, al tiempo que despierta la aventura de una próxima expedición para hacer lo mismo en el lago a más altitud del mundo.

Al día siguiente el camino de vuelta es un cara a cara con el sol que viaja en sentido contrario, un sol que ciega. Los momentos más espectaculares aparecen en Baíñas, cuando se nos une la niebla que fabrica el pantano. Entonces se produce un instante mágico y si no soy yo el que conduce puedo hacer una foto que guarda el tiempo. Como escribió Sally Mann "Las fotografías abren puertas al pasado, pero también permiten echar un vistazo al futuro".

 

Y sé que ese día ya ha sido fantástico, que fue un viaje corto, un viaje obligado pero que me despierta del letargo la idea de empezar en el Cabo Fisterra y no detenerme hasta el Cabo Norte.

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