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CARRETERAS DE LA MUERTE

Mi padre fue casi toda su vida taxista. Recorrió España con su Seat 600 y después con un Renault 8, por carreteras de tierra o carreteras que tenían un asfalto tan joven e inmaduro como trazados de época repletos de más curvas que los diseños de Gaudí. Se peleó con el reloj, con cualquier día de la semana, con las horas intempestivas del cliente que llamaba en la madrugada al teléfono fijo de tres números y el compromiso de cumplir; con prolongadas jornadas al volante; con trayectos bajo el sol del verano y un aire cuya condición era la de entrar por la ventanilla creyendo que algo refrescaba. Conducir con un hielo que no recibía la sal como ahora para menguar el riesgo; la lluvia que hace de espejo y los ojos cegados de largos y deslumbrantes haces de luz que aparecían repentinamente. Con sustos producto de encontronazos y volantazos que acabaron pasando factura.

 

- ¡¡No puedo más!!– debió de decir, de exclamar, de gritar para sus adentros.

Recuerdo eso porque necesitó aparcar, bajar del vehículo en el garaje de casa (aquel año era un Seat 1500 de color negro) y dejar que sus brazos se olvidasen de lo que era realizar un giro detrás de otro. Fueron sus únicas vacaciones durante su vida laboral.

¡¡Diez días!! Sí, diez días que fueron un regalo de salud en “La Coruña” hasta donde llegamos en autobús. Paseamos, caminamos, pisamos la arena de Riazor, extendimos las toallas y mi madre, cuando su cara era pura belleza de madre joven, descubría una sonrisa alegre porque me veía imitando a un vendedor de patatas fritas con una caja de madera traída de la marea.
Mi padre, siempre consejero como todos los padres, no deja de decirme que hay que adaptar la conducción a la carretera y no la carretera al coche.


- Papá, hoy cambió mucho – respondo sabiendo que él tiene la razón. Las carreteras hoy son muy buenas – añado sin convencerlo. Perú me da una clara idea de lo que tu has vivido en vías de comunicación, es muy parecido a lo que tu viviste, salvando las distancias.

..."En Perú existen esas carreteras de la muerte, de las que salen en los telediarios"...

En Perú, las carreteras se elevan por encima del mundo. Salen de los valles que ya están a mucha altitud para subir aún más y sentir como el soroche entra de golpe en tu cabeza y deja un dolor en la frente que se mitiga con la aclimatación y la hidratación. Claro, cuando ya llevas un tiempo.

El asfalto se ve cada día más desde mi primer viaje allá por 2008. Uf, el tiempo pasa!! Te das cuenta que poco a poco el Perú avanza como decía un eslogan del gobierno aunque a veces, los inviernos y la inestabilidad de los cerros provocan “huaycos” que se llevan por delante costosas obras. En el país del dios Sol existen esas carreteras de la muerte, de las que salen en los telediarios cuando un autobús se despeña por interminables precipicios de barro y piedras, cargado con sesenta almas de todas las edades y sexos. Es un placer para los sentidos recorrerlas y una extraña dosis de adrenalina.

..."En definitiva estos viajes cuentan con el factor suerte"...

Una de las que más me gusta, además de la que sube a Vilcabamba, es la que serpentea el trayecto desde Santa Teresa a Santa María. En 2012 viajé solo, bueno en realidad solo del todo no. Lo primero un chófer temerario, siete aborígenes, una gallina y este extranjero que escribe, apretados como podíamos entre las pertenencias de cada uno. Mi segundo viaje fue en 2015, cuando volvíamos del intento de escalada al Nevado Pumasillo. Andrés hacía de copiloto, con el precipicio de su lado y la risa tonta al ver cada maniobra, redescubriendo que el asunto de la preferencia en las curvas se solventa en el momento y se anuncia previamente con largos toques de claxon sin aminorar la velocidad. En definitiva estos viajes cuentan con el factor suerte. Detrás viajábamos Luís, Jesús, yo y mi cámara réflex que recogía alguna corta grabación. Literalmente me reía de Jesús, de su cara descompuesta viendo como el río Urubamba podía ser el recepcionista de una lata despeñada con cinco ocupantes. Jesús, un tipo que sobrevivió a lo que no imaginan, pasaba algo de miedo o desconfianza viendo como el fondo se apreciaba, eso, muy fondo y vertical. Lo mejor de todo, sin duda era la banda sonora que llevábamos, con un ritmo tan frenético como una conducción propia de rally. Cuando llegamos a Santa María enlazamos con la carretera asfaltada que une las ciudades de Cusco y Quillabamba. Aquí el manejo se volvió torpe, atropellamos un perro y entramos en el primer taller de Quillabamba para pagar a nuestro taxista el viaje y una parte de la reparación de un radiador reventado.

- Te das cuenta? No sabía conducir en asfalto!! 

...el caballito blanco
patacá patacá,
patacá patacá... - suena en la radio cd.

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