top of page

CONFESIONES LÍQUIDAS

Abrí un ojo con mucho esfuerzo cuando unos mocosos de trece años, con idea de rescatadores, dejaban un alboroto desde una posición elevada en mis embriagados oídos. Un par de ellos empezaron a tirarme de un brazo con la intención de levantarme y dándome ánimos a golpe de gritos y risas. Al final entre todos, con un mínimo de colaboración por mi parte, consiguieron sacarme de aquella zanja de un metro de profundidad. Supongo que llegué allí después de un paseo haciendo equilibrios por la carretera general hasta que el quitamiedos se metió por medio en mi vaivén, pinzándome a los abismos sucios de una tajea. Un grupo de adultos habíamos empezado a beber sidra, acompañada de embutidos y queso, a las cinco de la tarde en el bar del pueblo. A las ocho y pico yo había desaparecido sin que nadie más supiese de mí y sin que nadie se molestase en buscarme, creo. Imagino que todos tendrían que atender sus historias en las fiestas de San Pedro de Villanueva, en Cangas de Onís.

Durante la semana solía subir a la montaña, a Picos, a hacer alguna que otra caminata y ascensión sin mayor importancia. Y realmente, en la vida de este servidor, nunca existió nada significativo. Ni escribir, por mucho porte y dignidad que pueda darle a esta página como dice el administrador. Escribir lo hacen aquellos que llegan al papel con tapa y en forma de libro. Con historias vividas o inventadas y con mayor o menor transcendencia entre los lectores. También los hay quien con un solo libro o mismo una canción, pasado el tema al asunto musical viven o se inmortalizan para el resto de sus vidas. Escritores varios con inclusión en los escaparates de las librerías. El resto nos limitamos a maltratar el vocabulario de la RAE y a golpear los teclados de un cacharro auto inventándonos editoriales fáciles en los blog. En mi caso también, a compartir descarada e indebidamente, con burda e inaceptable comparativa, una cita de Hemmingway. Mi psicoanalista es mi máquina de escribir.

Alguno de aquellos salvadores me reconoció y localizó a Betty de la que solo recuerdo tres palabras con signos de exclamación incluidos. ¡Madre mía gallego! Me tiraron en el interior de un incómodo Suzuki Santana, abandonado y en un estado cercano a la extremaunción. Como sabía que no iba a moverme me dejó allí hasta que Betty y Félix, su hermano, me llevaron a su casa de vuelta a las tantas, donde me habían dejado una habitación aquellas vacaciones. El trayecto hasta Tornín por la carretera de Caño fue demoledor. Cuando llegamos al puente que cruza el Sella para entrar en el pueblo reclamé a balbuceos una parada técnica con urgencia. Mi metabolismo había reaccionado, por lo que me vi obligado a dejarles un poco de cebo a los salmones.


 

En los inviernos y volviendo a los cauces fluviales de casa, cuando todo el mundo pedía calma, recuerdo que empezaban algunos elementos a desfilar por la tienda donde hace años me ganaba un sueldo, para implorar juntos al cielo que siguiese derramando sus lágrimas. Quienes las recogíamos con entusiasmo en el valle éramos los pecadores de las piraguas de aguas bravas. A veces llovía con demasiado entusiasmo y como íbamos de burros parecía que no nos llegaba. Un poquito más por favor para que el río gane esos cinco centímetros que lo dejarán en unas condiciones entre perfectas y límites. Y aquella semana diluvió.

Además de alegrarnos por los nubarrones negros que cubrían Negreira y tantos alrededores como una provincia, estaba ocupado en una proyección de mis experiencias subterráneas en varias cuevas de la zona de Cangas de Onís que tenía programada para el sábado o tal vez el domingo por la noche. Venían unos diez colegas del Oriente de Asturias, recurriendo la disculpa de mi pase de diapositivas en el auditorio de la Casa de Cultura para comer pulpo y cambiar la sidra por el albariño y la auténtica taza de vino del viejo bar Pallal. Porque el Pallal, para ellos, que lo habían descubierto y sobre todo para un nutrido grupo de barcaleses que éramos asiduos visitantes, fue un auténtico santuario de lo aborigen, de las telas de araña y de un líquido antinatural.

Lo que iba diciendo, que a las tres de la tarde estábamos un lote de diez aguerridos, intrépidos o majaderos piragüistas a orillas del río Sóñora en Lousame. Vistiéndonos para la ocasión, con risas y un entusiasmo exacerbado viendo un río desbordado, color marrón chocolate. Espeso, créanme. Tal cual le hubiesen descargado la fábrica de cacao en polvo. El río de nuestra vida gritaba alguno. El río está acojonante. Veréis que tramos más buenos.

Podíamos entrar en el agua de la manera más cómoda. Buscando un remanso en la orilla e introducirnos en la piragua. Pero eso quedaba lejos de las costumbres de algunos. Siempre hay opciones más sugestivas como buscar una veintena de metros por la ladera del monte para deslizarte como un carro de montaña rusa o el pretil de un puente de cuatro o cinco metros para saltar al agua embutido en tu kayak. Y saltamos. Saltamos a un río intratable en una tarde corta de invierno, en la que las nubes liberaron más agua.

Parecía estar reservada para nosotros. Los primeros rápidos son una serie de saltos pequeños seguidos de un tren de olas. No importaba el caudal, todo lo contrario, los hacían más divertidos y desde luego atractivos. El inicio tenía las condiciones perfectas. Lo que vino después, a medida que comprobábamos como el nivel del agua seguía subiendo, fue el camino hasta el borde de los límites.

Quizá la suerte fue habernos caído dos de nosotros antes de salvar el primer desnivel importante. Fue en un juego de slalom, en un tropiezo. Conseguimos sin mucho problema, salir a la orilla, lo que nos obligó afortunadamente a pararnos todos. Una de las piraguas se fue río abajo hasta verse engullida por el agua en la caída de la primera presa. La imagen que nos dejaba la piragua era sobrecogedora. Aparecía y desaparecía como una cáscara de pipa a merced de la fuerza del rebufo. A mí, aquella imagen de la piragua me llevó hacia atrás en el tiempo, no mucho. A Ponte Maceira. Con el recuerdo imborrable de las cosas que a uno le quedan grabadas, como el amor que nace desde el principio o los momentos en los que la vida se quedó latiendo por designios del destino.

Fue ahí donde empezamos a ser conscientes de que el río no estaba para juegos o tal vez no, porque por una parte parecía animarnos más, y yo que debería apelar a la prudencia por lo vivido, aupaba la continuidad del descenso por el conocimiento sobre el terreno y la opción de elegir si hacer un paso difícil. Sabíamos que el tramo final del río, en estas condiciones, terminaba con una guinda deportiva excepcional. Nos convertíamos en RPM, Radical Play Machine; como el modelo de uno de los kayaks.

Por momentos no sé como salvamos alguno de los tramos. Supongo porque realmente no era tan complicado o por la conjunción de la fortuna y un poco por la experiencia. En la presa de Alvariza nos detuvimos primeramente para salvar el rebufo impracticable, aplicando el sentido común y, vamos, para perderlo nuevamente desde la seguridad de la orilla. Los más prudentes, justo la mitad, decidieron quedarse y dar por finalizado en ese punto el descenso. Su cabalidad no se dejó llevar por la embriaguez de adrenalina que teníamos los demás. Faltaban esos rápidos finales, con un río fuera de sí que sabíamos revelaba las olas perfectas.

 

 

Los sabios se despidieron desde la orilla, al aliento de ánimo y cuidado. No habíamos recorrido ni cuatrocientos metros cuando una maraña de árboles caídos por el temporal, taponaban un paso estrecho y con mucha corriente. Aquellos troncos y sus ramas eran una red natural, una verdadera trampa en la que uno a uno, en fila india, caímos como moscas en una tela de araña donde yo salí con más suerte. Mi ángel de la guarda acuático seguía acompañándome o quizá la forma redondeada de mi kayak, muy lejos de los otros diseños que son como tablas de surf. A fin de cuentas, después de lo del Tambre, decidí comprarme una piragua para ríos de volumen. Sin perder la respiración, observaba como, uno detrás de otro, desaparecían bajo aquella maraña vegetal sin poder detenerse a tiempo por la fuerza del agua, la misma que los empujaba al fondo del río. Comprobar impotente como diez segundos se hacen una eternidad porque tardaban en aparecer. Nunca se me olvidará la escena de Chuchito saliendo a la superficie, abriéndose camino de una manera desesperada, apartando y poco menos que rompiendo troncos.

A partir de ahí todo se volvió desesperante. De los cinco habían desaparecido dos que se habían ido río abajo, nadando detrás de cuatro piraguas y sin saber exactamente como era la situación cuando todavía quedaba un buen trayecto hasta la desembocadura en Noia. Y hasta el mismo final, vieron pasar un tipo nadando por las corrientes detrás de unas piraguas semisumergidas. La noche ya se comía la tarde y no quiero imaginar como podría estar mi madre tan pronto colgó el teléfono.

Una zodiac se movía por la ría, dando luz con potentes linternas que no llegaban a nada. Sobre el asfalto entre nosotros había una “amable” discusión. A fin de cuentas no había sucedido nada y solo se habían perdido cuatro piraguas que, como pequeños Titanic de agua dulce, encontraban su naufragio en el mar. Conseguimos recuperar tres de ellas. Aparecieron al día siguiente varadas en el lugar de A Barquiña. El mar algunas veces devuelve. De la otra piragua llegué a escuchar que la encontraron en Ribeira pero nadie fue a hacerse cargo de ella.

Llamé a mi madre tan pronto pude para tranquilizarla porque de algo ya se había entgerado. Cuando llegamos a Negreira me encontré con los de Asturias. A la pregunta de que tal mi respuesta fue la de haciendo Jaimitadas. La cara de mi madre era lo más parecido a un cuadro de Picasso. En alguna ocasión deja caer que un día espera a que suene el teléfono aunque, lamentablemente para mí, de momento no he podido darle muchas oportunidades. Después de un tiempo considerable me vio cargar la piragua en el coche. Su mirada y sus comentarios ya pueden imaginarlos. Hace un par de años fuimos Javier y yo a estudiar los rápidos del río de Nantón y descenderlo hasta Negreira. Están bien si los coges con el caudal apropiado y el paso del molino… pues lo dejamos para otra ocasión, si la hay. Últimamente me dediqué a disfrutar de las corrientes en las Pozas, en Logrosa, aprovechando una pluviometría generosa, picado por el gusanillo del contacto suave con las aguas blancas. Mi otro contacto con el agua es con las cuerdas, descendiendo barrancos, pero cada actividad tiene su historia.

bottom of page