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CUANDO ÉRAMOS SOLDADOS

Fernando Pérez Portillo paraba el camión Avia de color gris ferguson delante del alojamiento para el cuerpo de guardia.

 

- Suárez, te tocaron segundas – nombraba el cabo a las ocho de la mañana.

 

Cada cuatro horas un relevo y el turno de las cuatro de la madrugada era el peor. Te rompía el sueño en la mitad y cuando nos devolvía a la choza ya lo hacía al amanecer y con otra jornada encima. Con el invierno cargado de frío, la temperatura caía hasta los menos diez o menos quince grados durante la noche en la Base Aérea de Villanubla (Valladolid), y entraban hasta el tuétano colándose por cuatro capas de ropa.

Salíamos de la edificación de planta baja y subíamos tres a la caja del vehículo militar cubierta en el techo por una lona. En el suelo se ubicaba a cada lateral una bancada de metal tan helado que cuando sentábamos los traseros el duerme vela se esfumaba un cincuenta por ciento.

El viaje no era muy largo, apenas cinco minutos pasando por el pabellón de suboficiales, la gasolinera, el frontón, la pista americana – donde no hubiese sido difícil  romperse los dientes con aquellas acrobacias dignas de “La chaqueta metálica” –, los depósitos de combustibles para aviones hasta llegar a un recinto situado en un lateral del aeródromo.

Allí estaban las perreras y nosotros los guías de la sección de perros policía, o algo así. Durante el día garita y por la noche campo libre o pista con mi fabulosa y joven pastor alemán, Akay. Éramos soldados, de los de reemplazo. De aquellos que pasaban por una mili obligada.

 

Después de veintiocho años volví a ver a Portillo cuyo apellido rima con su pueblo Campillo, muy cerca de Medina del Campo. Siempre hay uno dispuesto a la iniciativa y Fosi, un segoviano extrovertido afincado en Valencia, se lo tomó a pecho y tuvo los santos bemoles de recorrer España a golpe de teléfono y redes sociales para conseguir que unos cuantos, ya imaginan de varios lugares de nuestra geografía, fuésemos capaces de quedar por segundo año consecutivo para un reencuentro y sentirnos más veteranos que el coñac. La primera en Valladolid, faltaría más y este año fueron los de Vigo quienes se animaron a organizar el cotarro. A orillas del Atlántico ya salió decidido que el próximo será en Bilbao. Yo llegué tarde, a cuenta de pelearme con la señorita del gps y una ubicación que no correspondía a la realidad. Cuando vi a Portillo fue de esos a los que enseguida asocias el careto a un momento vivido, el que ya les conté. Desde luego uno se trae muchos recuerdos y aunque las batallitas pueden amolar al personal casi más que los infames vídeos de las bodas, hoy por si quieren seguir leyendo, les dejo la primera.

 

 

Llegué a Valladolid en tren, a una hora temprana de la mañana, con veinte veranos encima, una cara casi barbilampiña en julio de 1990 y cumpleaños a la puerta. La economía de mis padres daba para lo justo pero tampoco era mucho problema cuando te tocaba entrar en un lugar donde iban a proporcionarte ropa, comida, cama, saludo marcial y disciplina. Otra cosa es la educación, que para la inmensa mayoría se notaba venía de casa. Vamos, lo mismo que se puede aplicar al instituto o el colegio y a otro tipo de instituciones. Lo malo es que llegaba al destino que me había tocado y no al que quise tres años atrás con la angustia de unos padres con hijo único rompiendo el impreso cubierto y desterrando la idea de irme voluntario a los paracaidistas zapadores. Esa, sin saberlo, quizá fue mi primera guerra y primer intento de gran aventura que por supuesto apunto como perdida.

 

Después de pasar el día deambulando por la ciudad, macuto colgado del hombro como un Alfredo Landa, cogimos un autobús que nos dejó a los colegas y un servidor en el mismo destino a la entrada del cuartel. Nos hicieron formar dándonos la primera instrucción de como posicionarnos y mantener una línea, después un sargento cantó los apellidos al tiempo que nos asignaba un número. Entre todos llamaba la atención un melenudo, al menos a mí, un heavy con chaleco vaquero que lucía pinchos sobre los hombros y parche de Megadeth con un enorme anticristo. Después paso por peluquería a quienes no la traían de casa.

 

Me tocó una litera cerca de la puerta, la número dos, compartida con el hijo de un coronel muy educado. Estaba a salvo con el Estado Mayor tan cerca. Justo en frente, a dos metros tenía lo contrario. Un macarrilla de la misma Coruña, neno. Un imbécil que quiso romper el cachondeo de unos que se tomaban como una excursión de octavo la historia que empezaban a vivir, ofreciendo hostias a mansalva con chulería infinita hasta que entraron dos cabos chusqueros a reinstaurar el orden. Pasados un par de días asumían esa función algún suboficial o alférez largando a viva voz a las dos de la noche aquello de “veo que tenéis ganas de juerga así que vamos a salir a la plaza de armas con vuestro fusil Cetme a bailar un rato”. Lo hicimos en más de una ocasión en los dos meses de instrucción.

 

Reconocí al día siguiente al metalero, luciendo cabeza rapada, cuando nos tocó rellenar el test de personalidad en las mesas del comedor. Estuvo después entre los doce tipos a los que llamaron a capítulo porque de alguna manera algún facultativo apreció la posibilidad que alguno de esos cerebros tuviese un fusible averiado . En poco tiempo nos hicimos muy colegas, tanto que vino por casa pasados los años invitado a las fiestas del pueblo. Era de Santiago, con pachorra en el movimiento y voz pausada. Su requerimiento psicológico vino por un posible miedo a las armas porque Castro – que así se apellida – me contó que les había preocupado su respuesta cuando soltó que una vez había disparado a un pajarito. Así, con voz infantil.

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