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EL RETRATADOR DE SANTA LUCÍA

Mis padres me habían llevado, al borde de la adolescencia, al santuario de Santa Lucía. Recuerdo la emoción subiendo hasta aquel promontorio y sobre todo encaramarme al paisaje desde su campanario, tan expuesto, tan abismal y unas escaleras de caracol tan estrechas y claustrofóbicas para algunas y algunos porque cuando aparecen en la puerta la exclamación se repite:

- Que mareo !

Seguro que cuando fui hace tantos años ya estaría allí, porque su vieja cámara de retratos no podía ser otra que la misma y su cara quemada por el sol no podía ser otra que la de un hombre que llevaba toda su vida viendo el mismo entorno, por encima de la costa portuguesa y elevado sobre la ciudad de Viana do Castelo, ofreciendo la inmortalidad a quienes abriesen el monedero. 

Me senté en uno de los pretiles del muro, observándolo. No pude evitar recordar, y no es vanidad, el relato que había escrito sobre un viejo fotógrafo en la Plaza de Armas de Cusco. Su cámara ya era digital y su proceso de revelado por impresora al contrario del método artesano de su homólogo portugués. Ambos retratadores de turistas compartían la misma soledad y un trabajo que tal vez con ellos termine un tiempo. 

..."Ambos retratadores de turistas compartían la misma soledad

y un trabajo que tal vez con ellos termine un tiempo". 


El retratador de Santa Lucía se ofreció a una pareja de veinteañeros acaramelados.

- A ver, faço-vos uma foto? - preguntó.

- Ya están los móviles – respondió el chaval, con una sonrisa en la cara. Ya no nos hace falta que nos hagan fotos - sentenció.

 

Se me cayó el alma al suelo. El avance era implacable y la contestación espontánea y poco sutil bombardeó mi sensibilidad. El fotógrafo rosmó entre dientes y yo no quería que me pasase igual que en Cusco, marchándome sin el retrato.

- Quer a foto nas escadas com a igreja ao fundo ou sobre a paissagem?

- Sobre a paisaxe – respondí después de pensarlo. La hubiese hecho en la escalinata, sobre la iglesia, pero estaba rodeada de andamios por una obra de restauración y no me gustó.

Me pidió que volviese más tarde, que todavía tardaba un rato en el revelado. Volví después de subir al “zimborio”. Me cobró cinco euros y quiso venderme una copia con un corazón, una imagen pre estampada del santuario y un texto que decía “te quiero mucho”.

- Dar para a noiva - me dijo.

- Eu só lhe pedi uma – respondí.

- Então não a leva.

Mi fotógrafo se importunó acusando en su semblante el enfado porque no se la compraba ni por tres euros. Me dejó una sensación agri-dulce por su interés aunque él solo hacía el mismo trabajo que había hecho siempre, intentar vender. 
Me fui y me alegró ver que hacía más fotos, que todavía sobrevivía en la era digital. Quizá con esto de la moda vintage no se pierda del todo el oficio.

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