EL RÍO QUE APARECE DEL FONDO DEL RÍO
No estaba, no había río ni lo esperaba. Había un cauce de piedras de pizarra y unos barranquistas que sudaban debajo de su neopreno ajusticiados por un sol que escapó del desierto y tal vez secó el curso fluvial del Candís. Yo me negué a vestirlo, al menos mientras no encontrase el elemento líquido. Era una locura llevarlo puesto, más locura que caminar desnudo saltando de piedra en piedra con un taparrabos de lycra, un casco y una mochila a la espalda.
Dice el chiste que el Barco más grande de Galicia no está amarrado en ningún puerto. Está en el sur, en el lugar más cálido y más frío. O Barco de Valdeorras navega en vino de la tierra y nosotros nos sumergimos en sus caldos con la intención de emborracharnos de aventura.
El barranco del Candís está catalogado como fácil y tal cual iba en esta ocasión que hasta la propia naturaleza fue deudora con nosotros en lo que a dosis de adrenalina se refiere. De pronto el río apareció del fondo del río, entre un caos de rocas, como si naciese allí mismo y todo lo anterior fuese la antesala de algo que no sucedería nunca. Lo hizo con la timidez de una flor que abre sus pétalos, como una gota del rocío de la noche se convierte en un hilo de agua para transformarse en regato. Los pozos se llenan de un verde esmeralda recordando una película que persigue una piedra del mismo color. El agua es cristalina y la roca pasa por una caliza que me traslada a los cañones de Picos de Europa. La vegetación que lo rodea roza entre lo autóctono y lo selvático, quizá porque me empeño en que el decorado se identifique con ese escenario de celuloide. Quizá sueño demasiado.
Los paisajes llenan el espíritu y contribuyen a enriquecer la vida. Podemos vivirlos en soledad para sentirlos, interiorizarlos y ahondar en nosotros mismos. Los paisajes entregan experiencias a quien tiene la capacidad de abrir los sentidos. Desde el altiplano de los Andes a los volcanes de Lanzarote. De imponentes nevados andinos a tocar la cruz en la cima del Aneto. De la roca del Pumasillo a escalar el Naranjo de Bulnes; de las aguas del lago Titicaca al río Tambre cuando navegas con un kayak. Caminar por la playa más larga de Galicia en Carnota y porque no, haberte deslizado por la nieve en ese anillo punteado que configura el Círculo Polar Ártico.
En el barranco del Candís cabía un pequeño espectáculo de naturaleza y lo más importante: había amistad. Existía la complicidad en cada rapel con cuerda y muchas risas y emociones en las marmitas que recepcionaron intrépidos saltos de doce metros, sumergiéndote hasta lo que no imaginas en espacios tan estrechos y oscuros que pensar en alcanzar su fondo alimentaba eso que se conoce como el miedo.
El río se vuelve angosto, se vuelve increíblemente bonito en algunos meandros pareciendo una garganta por la que te dejas engullir para avanzar. Me dijeron que un amigo en común lo desciende en piragüa cuando lleva condiciones para ello. Podía imaginarlo y podía volver a sentir un miedo y un respeto que conocí hace años. Pero hay algunos que están por encima de esas sensaciones para alcanzar otras superiores.
Los caminos del agua para los que hacemos este barranco terminan casi debajo de un puente de la N536, donde se dejan los coches a la entrada de unas naves industriales. Después nos fuimos a comer a un lugar cargado de historia. En Sobradelo hay un restaurante cuyo cartel hace honor a su interior. El museo alberga piezas de todo tipo. Su dueño, hasta hace muy poco, me contó que tenía un piso dedicado por completo a toda su colección de mil artilugios y cachivaches. Mi atención se centró en las cámaras de fotos y los teléfonos que son una debilidad para mí, sin embargo me fui con la imagen de un casco inglés de la Primera Guerra Mundial. Las cámaras nos permiten inmortalizar muchos instantes de nuestra vida, como cada sonrisa que dejamos ese día en el río Candís. Un casco que vivió una guerra guarda la historia de un soldado. Quien sabe que historia.