top of page

EL VIAJE QUE DEBÍA

Fisterra abuelos.JPG

Hay deudas que uno desearía estar saldando durante mil vidas, sobre todo cuando tu mirada agita un cóctel de sensaciones, desbordadas entre la alegría y la tristeza; entre un par de besos engalanados con los buenos días y un recuerdo que ya se instala en la memoria antes de comenzar a desarrollarse. Percibes y recoges cada detalle. El sonido que produce el portal de un garaje al deslizarse, la puerta de un coche que se abre y el golpe seco con el que se cierra. Escuchas hasta el click de la hebilla del cinturón de seguridad que amartilla el inicio de un trayecto.

Hay viajes que, aunque se vivan en presente, se conjugan en pasado. No fue el viaje más largo del mundo, ni nos metimos por carreteras aisladas y sinuosas y, menos aún, nos adentramos en parajes desconocidos aunque guardan la esencia que mezcla la leyenda con la realidad.

Eso sí, olía a mar desde el punto de salida en un pueblo de interior, olía a nostalgia aliñada con más dosis de melancolía. A distancia corta pero a día largo e inolvidable en dirección al Finisterrae. Adeudaba este itinerario que nacía al revés a como lo hizo cuarenta y cinco años antes, contrario al sentido de las agujas del reloj, quizá pretendiendo que el tiempo pudiese volver hacia atrás y recuperar al niño que una mañana salió de excursión con sus padres; sintiendo los mismos rayos de sol calentando en la espalda.

 

"Eso sí, olía a mar desde el punto de salida en un pueblo de interior,

olía a nostalgia aliñada con más dosis de melancolía"...

Guillermo entregó la mitad de su vida agarrado a un volante pero esa mañana se aferró a un paisaje conocido que le llegaba a través del parabrisas y la intención de redescubrirlo. La carretera en nada se parecía a las pistas de tierra y piedra por las que él empezó a circular con un seiscientos, donde los días podían cargarse con una capa de polvo o mancharse en un barrizal, donde la noche castigaba los ojos empeñados en adivinar el camino a través de un débil haz de luz comido por la oscuridad.

 

Los recuerdos entraron desde el comienzo, como si lo hiciesen cada vez que pisaba el embrague y cambiaba de marcha. Con los progenitores repasando su biografía a la misma velocidad que yo aceleraba, con la voz de mi madre que llegaba desde el asiento de atrás, identificando casas y situaciones familiares empapadas en el llanto de una niñez efímera que pasó a adulta sin casi haber aprendido a respirar. Sencillamente percibiendo como el tiempo se fue demasiado rápido y con demasiada dureza. Viajar es sinónimo de aventura, de expresión; olfatear la información que recibe la vista, escuchar las imágenes que observamos y de alguna manera tocar lo que vemos.

"Guillermo pertenece al mundo de los mapas en papel"...

 

Realizar la misma ruta se convierte en rutina pero convertirla en viaje la hace diferente, inhabitual. Y ésta lo fue, sin duda por la compañía, por la añoranza de aquella senda de asfalto que en la década de los setenta te metía en una andadura retorcida y la sensación palpable de llevarte a los rincones más apartados del fin de la tierra. Para los que conocimos aquellos trazados hoy son retales del pasado, islas de un negro decolorado y viejo, distorsionados en vestigios absorbidos por la naturaleza o que semejan haberse reconciliado con el entorno; dejando el ruido y los sobresaltos para las nuevas generaciones de alquitrán que nacen con mejor pavimento y se pintan con líneas blancas para volverse más ordenadas, más rápidas y también para algunos, como siempre, más imprudentes.

 

Guillermo pertenece al mundo de los mapas en papel, a las leyendas que los acompañan, a las escalas y los itinerarios marcados con líneas rojas gruesas que van de capital en capital o las líneas más delgadas que van de pueblo a pueblo. A sus ochenta y siete sitúa cada provincia, cada región, cada sitio por donde pasó y que, llamando a la puerta del final, sigue perdiéndose en multitud de ocasiones en un ajado libro de Michelín, quizá para no olvidar y recorrer en la memoria los lugares donde se maravilló o donde un mal momento descargó un relámpago de rabia. Igual de extraño y fascinante que le parece un gps cuando, con solo pulsar un botón, dibuja un plano digital sobre una pantalla en el cuadro de un vehículo moderno, mientras una voz te indica con familiaridad el giro que has de efectuar en un cruce o el tiempo restante en llegar a tu destino y ante el cual, al verlo, no pudo evitar su sabio consejo que el cronómetro lo marca la prudencia y los avatares que uno pueda ir encontrando.

"Acercarse al océano aprieta el alma, la reduce abrumada por esa profundidad que plantea"...

 

Acercarse al océano aprieta el alma, la reduce abrumada por esa profundidad que plantea. Por esa calma y temeridad que transmite. María viajaba en sus pensamientos y mis padres inmersos en los refugios de la memoria, dejando atrás el valle que diseña el río Barcala y en Seoane el mejor bacalao que pueda degustarse. La casa O Arranca fue testigo de un adolescente que ayudó como pinche a levantar sus muros y que a mi me trae una breve lección de sacrificio que no me canso de escuchar.

 

- Aquí llegaba andando con mi fiambrera, trabajábamos todo el día y de vuelta otra vez caminando.

 

Bajamos a Corneira y subimos a Fontecada, moviéndonos en una montaña rusa hasta que el cruce de A Pereira puede provocar un planteamiento del destino si uno no tiene muy claro hacia donde dirigirse.

Brandomil es el paso que te cruza a otra época con el espejo del río Xallas recogiendo la imagen de un puente romano que desafía los siglos y las crecidas. El mismo río que se encierra en varios embalses y que en este de la Fervenza presenta la apariencia de un gran lago.

..."desde el alto de A Boudañeira todo se precipita al encuentro con una costa viva, vesánica;

tan enviudada y huérfana como naufragada"...

En dirección a Baíñas las rectas se suceden apurando la llegada al Atlántico y desde el alto de A Boudañeira todo se precipita al encuentro con una costa viva, vesánica; tan enviudada y huérfana como naufragada, tan fascinante como espectacular, compitiendo con esos lugares del mundo que nos apartan del mismo. Antes de alcanzar el paisaje agreste quise llevarlos hasta mi centro de trabajo, donde la calma y la rutina rivaliza con la emoción; donde una llamada telefónica activa la adrenalina y la planificación. Un Parque de Bomberos es un espacio familiar de convivencia, de pasión por una profesión. Para mis padres uno de los mayores sosiegos al sentir la felicidad del hijo en su mundo laboral. Y allí, entre compañeros, camiones y uniformes, volvieron después de trece años a encontrarse con esa realidad tangible y que profesional y vitalmente me llena el alma.

 

Después si, después volvió esa carretera que en la definición de variante, te mete en un atajo directo que te enfrenta al paisaje, a esa visión repentina y fantástica de una tierra redonda a la que nos empeñamos en darle un punto y final geográfico. Allí donde los peregrinos alcanzan la meta con una hilaridad interiorizada en la magia y espiritualidad del momento.

El faro aparece imperturbable y robusto, plantado al borde del mundo y el atrevimiento de hacerte creer que su luz alcanza la magnitud de un Océano que semeja nacer en esa misma punta de roca para repartirse de un extremo a otro de la tierra; desde el Polo Norte hasta el Polo Sur.

..."Es difícil encontrar la soledad en el mismo cabo del fin de la tierra"...

 

Situé a mis padres para inmortalizarlos en una fotografía, palpando el abismo, con un viento que alborotaba el pelo y obligaba a cerrar la chaqueta, que enrojecía la cara y provocaba el lagrimeo de sus ojos porque los míos directamente lloraban de emoción detrás del visor de la cámara. El lugar guarda la esencia del Finisterrae por su topónimo, porque desde el faro también se ilumina el reclamo y la facilidad con la que el turismo llega para hacerse la foto, para decir que se han asomado a un epílogo terrestre y han vivido el ritual mágico de ver como el sol se descuelga del cielo que lo sustenta y se apaga en el océano. Y claro, porqué no, también para degustar un café, comer o echarse a dormir en un lujoso hotel y despertarte metido en la comodidad pero con el sello de haberlo hecho en un rincón agreste y espectacular. Es difícil encontrar la soledad en el mismo cabo del fin de la tierra y más fácil llevarse un pequeño souvenir confeccionado con estrafalarias conchas marinas bañadas por la aventura que evocan, por llaveros y maquetas de barcos y submarinos sumergidos que alimentan la historia de uno de los pasos marítimos más peligrosos y que ahora tanto repercute en la economía local.

 

Desandamos el camino porque no hay otra, sin más opción que mirar por el espejo retrovisor y saber que ese instante ya es inolvidable. Aparcamos en el puerto y buscamos un bar, convertido en el refugio más común entre los mortales para descansar la visión y apaciguar los sentimientos. Seguimos la carretera de la costa pasando por Corcubión hasta Cee donde mi padre y yo nos enzarzamos en esa lucha por la invitación de la comida y el resultado final de una tarjeta de plástico ganando a un fajo de billetes. Y por fin nos íbamos al encuentro más esperado de este viaje. A pisar una huella indeleble y hacerla más profunda.

"Existe un Nantukect en mi vida al igual que en la propia historia de toda esta costa"...

 

Existe un Nantukect en mi vida al igual que en la propia historia de toda esta costa, aunque recibió un topónimo menos exótico y fiero. Así que, emulando el comienzo de la obra de Herman Melville, llamadme Rubén.

 

La cuesta que desciende a Caneliñas es empinada y estrecha, con el impacto visual que genera la percepción del mar desde una carretera que parece tragarte. La voz de mis padres salía sobrecogida por una sensación de vértigo y la mía contagiada de nostalgia. Abajo, la entrada se angosta aún más en contraposición a un paisaje que se abre al ensueño y hoy quiere mostrarse bucólico, romántico pero sin poder desprenderse de un espectáculo decrépito que todavía estremece. María y mi madre prefirieron no bajar del coche y Guillermo lo hizo para pisar la roca y la arena, para dejarse fotografiar en un escenario que desemboca entre la belleza y la desolación. Para recordar cuando fue él quien hacía cuarenta y cinco años me había llevado allí atraído por la curiosidad, atrapados para siempre por el hedor que provenía de la impresionante imagen de un cachalote que estaba siendo descuartizado mientras los regueros de sangre recorrían una rampa para teñir de rojo la ensenada.

 

Dejé a mi padre solo en la orilla del mar hurgando en su memoria, repasando un almanaque sin hojas y una infinidad de fechas consumidas a cambio de unos minutos para mi, para romper la prohibición de acceso y husmear como un gato en el interior de las naves. Ojeaba a todos los lados en un inmenso espacio diáfano al que sus sus muros y un tejado de uralita resistían el completo abandono. La imaginación desborda entre las ruinas de la última factoría ballenera de nuestro país y metido en aquel silencio espeluznante, observando los pivotes oxidados del suelo, podía escuchar el bullicio de otra época que hoy no tendría sentido; oyendo el ruido de las cadenas y las estachas arrastrando al mayor mamífero sin vida desde el último ballenero español hasta la moratoria de 1982, y cuyo nombre era más comercial y menos aventurero que el “Pequod” de Moby Dick. Era el “IBSA III”. Para los curiosos, su arpón se expone en la “Casa de los peces de A Coruña” y quizá acabe siendo lo último tangible que se guarde de todo este legado.

"Del vértigo de Caneliñas subimos a contemplar el delirio del Olimpo Celta"...

 

Del vértigo de Caneliñas subimos a contemplar el delirio del Olimpo Celta, a contarle mis correrías por ese mundo vertical de granito y agua que conjugan el Monte Pindo y el río Xallas. La carretera sigue un recorrido mágico perfilando la costa. Cuando llegamos a la altura de la playa de Ancoradoiro dimos cuenta de otra anécdota. Tenía cinco años y el miedo en el cuerpo cuando una ola me arrancó de los brazos de mi padre mientras la angustia de mi madre se transformaba en grito cuando desaparecí delante de ella. Después de una breve lucha contra la naturaleza y tras varios intentos, una mano encuentra el delgado brazo de un niño para sacarlo del agua. Con un llanto de desesperación solté una frase que también quedó acuñada en los refugios de la mente.

 

- Papá, no me dejes !!

 

Nos detuvimos a dar un breve paseo por el pinar de la playa de San Francisco aunque el frío acabó metiéndonos en una cafetería. Desde ahí la parte final del viaje fue mortecina, con la silueta de Monte Louro perfilada en la penumbra y un horizonte que escapaba a nuestra mirada. Igual que una vida entera se va demasiado de prisa.

Nota: Guillermo y Paz lo vivieron a principios de febrero de 2020, antes de que una pandemia cambiase repentinamente nuestras vidas.

bottom of page