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EN IBIZA NO HABÍA CULEBRAS

No fue a Frederyck Forsyth – escritor inglés – a quien copié el título sacado de uno de sus cuentos en su libro “El Emperador y otros relatos”. Me lo dijo Juan, a media mañana, alimentando el cuerpo con un refresco y bocata de tortilla en una cafetería del aeropuerto.

 

- Es que aquí no había culebras – ¿sabes?

 

Los ofidios llegaron con los olivos y se quedaron para instalarse y amenazar la fauna endémica.

Una culebra de herradura se refugia para hibernar en el tronco de un olivo en Jaén o Granada y despierta de su sueño en el edén de Ibiza o Formentera, dice una nota de prensa de enero de 2017. Viajan – pienso – como polizones accidentales de un árbol con destino decorativo. El problema lo tienen ahora las lagartijas de las Pitiusas, quizá el símbolo de la naturaleza de esta isla y el menú más apetecible para una semejante. O sea, que aquello de tomar el sol sin más preocupación que volver al nido, se acabó hace tiempo.

Tampoco había hippies. En la década de los treinta, intelectuales o artistas de la vieja Europa, encontraron en esta isla un aire bohemio del que extraer la inspiración hasta que la Guerra Civil se encargó de alejarlos y olvidar el tema durante una temporada larga. Fue después en los sesenta cuando nuestra España se abrió de nuevo al mundo con el potencial del turismo. Los “peluts” venidos desde distintos países desembarcaron en Ibiza sintonizando con sus habitantes y un espacio natural que colmaron de misticismo. Los melenudos, ataviados de colorido y una banda sonora psicodélica, abanderaron una vida a la holganza y a la vena artística que, como sus predecesores treinta años atrás, encontraron en este lugar las musas, aunque a veces fuese con la ayuda de marihuana o estimulantes de laboratorio.

.."En los tres días que llevaba rodeado de mar acunaba la sensación

de que Eivissa había perdido su identidad"...

A Juan le dije que me costaba ver aborígenes. En los tres días que llevaba rodeado de mar acunaba la sensación de que Eivissa había perdido su identidad, incluso hasta su historia y que lo extranjero se había hecho dueño de ella. Desde Said, un paquistaní recepcionista del hotel, que me preguntaba si de donde yo era se vivía mejor y se ganaba más dinero, hasta los tres camareros que me atendieron en un restaurante donde cené en dos ocasiones. De la clientela percibí que era el único con acento español. Atendí a la jugada cuando entraron dos chicas – extranjeras – y se dejaron caer por la barra pidiendo un combinado. Tuve claro que las jóvenes entraban en un juego de ligoteo con el barman y que el asunto venía de antes. Al final los acentos delataron y un camarero era inglés, el otro italiano y tal vez, al final el de color, podría confundirlo con el más autóctono de todos los ibicencos.

Juan insistió con una sonrisa en que si, que sí había isleños de raíz.

 

- Yo mismo lo soy!! – me espetó riéndose. Toda mi familia es de cepa ibicenca!!

Después caí en la cuenta que en el bar donde desayunaba cada día se juntaban muy temprano los curreles más oriundos. Como mi trabajo de instructor termina a las tres, siempre salgo pitando a descubrir o redescubrir el lugar que habito por unos días. Empecé por la propia ciudad. Siguiendo la recomendación y mis preferencias me interné en la zona vieja rastreando la historia y los rincones más bucólicos. Orientado por un mapa – soy de vieja escuela –, caminé bordeando las murallas hacia Dalt Vila para otear la urbe y terminar bajando hasta el puerto. La panorámica es excelente. A Ibiza la pinta el verde de la vegetación y el azul del mar. Está cargada de vida y desde el cielo como un goteo aún siendo temporada baja, desfilaban aviones hacia la pista de aterrizaje acarreando más vida humana a la isla. Mis pasos dejaron los baluartes elevados para internarme por callejuelas, respirando la estrechez del escenario y oliendo incienso con aroma de canela hacia la Plaza de la Catedral. Me llamó la atención un local que a pesar de encontrarse cerrado, una reja antigua permitía curiosear el interior. Enseguida te das cuenta que estás ante lo bohemio, viendo artesanía a la venta que mezclaba armoniosamente lo esotérico con lo ornamental. Tráspas y Torijano, desde 1976.

"Octubre se notaba incluso con cierta soledad lo que hacía crecer en mi interior

un efecto de intimidad que propiciaba el recreo de los sentidos"...

Octubre se notaba incluso con cierta soledad lo que hacía crecer en mi interior un efecto de intimidad que propiciaba el recreo de los sentidos. Las ciudades viejas son el alma de una urbe y el alimento de la acontecimientos. Fui de calle en calle, descubriendo rincones y una explosión de colorido en la Plaça del Sol que el atardecer comenzaba a sumirla en la sombra en antinomia a los turistas que, junto con el decorado del Bar La Escalinata, se empeñaban en mantener un arcoiris artificial y unas caras contemplativas de las que apenas se escuchaba una voz.

 

Me recomendaron la Playa de Salinas. Estaba justo al otro lado del aeropuerto. Las salineras de Lanzarote ya cautivaran el objetivo de mi cámara, por su forma geométrica, como un bloc de notas donde la tinta se derramó en cada una de sus cuadrículas. En las de Eivissa no conseguí nada, salvo pisar la playa, echarme una hora al sol y probar la realidad del agua templada del Mediterráneo en pleno mes de Octubre. Antes de tocar la arena y mezclarme con los guiris comí en el chiringuito, acodado en la barra para no perder mucho tiempo de la tarde. No pude evitar escuchar la conversación entre el camarero y un cliente que tocarían ambos los cincuenta años. Se sentó en otro taburete a mi lado descansando los brazos sobre la barra, con aspecto de alivio por una temporada que acababa de terminar.

 

- ¿Echaste novia Santi? – preguntó el barman.

- Hay una que quiere rollete serio pero paso – contestó con desaire.

- A ti no hay quien te pesque – respondió de nuevo el camarero.

 

Dejé el arenal de Salinas y perseguí uno de los rincones que más me apetecía descubrir. El peñasco e islote de Es Vedrá despunta por encima de algunas colinas, como una mole calcárea donde la inquietud del alma de un escalador no puede evitar verla como un objetivo. Llegué a Cala D´Hort en el momento justo, sobre las cinco y media de la tarde. Quedaba una hora de sol y aparecían huecos donde aparcar. No existe la arena en esta cala a no ser que las piedras se tomen como tal. Coloqué mi toalla en un espacio libre. Se acercó un vendedor ambulante. Era de Senegal. Entramos en regateo y le compré un inmenso paño de playa decorado con la lagartija. Entré despacio en el agua, haciendo equilibrios entre las rocas del fondo hasta que pude echarme a nadar. Y nadé y disfruté de esa vaga idea de libertad, que no viene a ser otra cosa que no tener ningún tipo de preocupación. Mirar hacia los islotes de Es Vedrá y su pequeña vecina Es Vedranell le hace sentir a uno un Conde de Montecristo que en vez de alejarse de su prisión siente la necesidad de nadar hacia esa roca rodeada de un mar cristalino.

..."El sol empezó a esbozar su espectáculo, recogí mi mochila y me fui hacia los acantilados"...

Salí del agua y dejé secar mi cuerpo. El sol empezó a esbozar su espectáculo, recogí mi mochila y me fui hacia los acantilados. Saqué mi cámara hasta que conseguí la imagen y, casi en soledad, me fui con la oscuridad más que con la última luz de la puesta de sol. ¿Conocen la magia de algunos lugares?

David fue uno de mis alumnos. Es de Tenerife y pasó de una isla a otra, aunque sea temporal. Se ofreció a acompañarme a mitad de la tarde después de solucionar una mudanza. La vivienda es uno de los grandes problemas de la isla debido al turismo. No todo es perfecto. Me recomendó las playas de Comte y que lo esperase allí. Y eso hice. Aunque antes de aparcar mi coche ya me estaba avisando que hizo un cambio de planes resolviendo que primero iba a mostrarme uno de esos parajes escondidos que en realidad todo el mundo conoce. Una cueva que cruza un acantilado, un refugio de piratas, un refugio de pescadores, un escondrijo de enamorados, un altar espiritual, cantos al solsticio y ofrendas con cirios que iluminan la noche. Incluso hasta podría ser la morada de las sirenas de Ulises.

"Me quedé esperando en la playa rodeado de guiris, 

sin la magia de Cala D´Hort y una temperatura del agua menos apetecible"...

Me quedé esperando en la playa rodeado de guiris y sin la magia de Cala D´Hort y una temperatura del agua menos apetecible. Volvimos a quedar al final de la tarde y casi sin poder ver mucho me regaló un fugaz periplo turístico para, al menos, situarme en sus espacios favoritos. David fue de esas personas que ayudan a que tu estancia en un lugar sea agradable, a que sientas que uno nunca está solo y que las amistades nacen sin necesidad de forjarlas. Al menos para saber que existe gente que deja su tiempo para ayudarte a descubrir un trocito del mundo.

 

- Esta noche es la fiesta de cierre de un camping y tienes que venir – me invitó. No debes perderla. Hacen unas pizzas increíbles, toca un grupo en vivo y el ambiente es puro ibicenco.

- Iré un ratito, al menos a cenar y tomar una pinta, pero me retiro pronto que mañana toca otro día – respondí.

 

Era cierto. La fiesta no era indiferente. Los más normales iban vestidos como el pirata Jack Sparrow y, aunque yo no era el único por el atuendo menos normal, sin duda desentonaba en una noche que decidí bautizar como “mundo tatuaje de cabelleras rubias”.

 

Mi última tarde la quemé conduciendo por las carreteras de la isla, sin rumbo, sin saber lo que quería visitar y verme en cierta medida desorientado. Al final volví al hotel, me duché y salí corriendo a refugiarme en la zona vieja de la capital. Visité el puerto y los lujosos yates bajo la advertencia que ya solo quedaban los pequeños.

 

- ¿Pequeños? – me pregunté.

 

En una calle me aposté en una esquina para hacer una fotografía. Por la luz y el ambiente que había. Un tipo que me observó se atrevió a preguntarme si hacía un reportaje para una revista.

 

- No, es para escribir un relato – me atreví yo más aún.

 

Cené en un restaurante del muelle a buen precio, con camareros de la tierra que hablaban español y catalán. Volví a perderme por las callejuelas, con la luz de las farolas, con el sabor de un café capuchino en una terraza, observando como la gente pasa por uno de sus destinos; percibir como la piedra de las murallas guarda una pizca del calor de la tarde y como la piedra y la arquitectura despiertan la inspiración. Cuando volví hacia el hotel, en Sant Jordi, lo hice conduciendo por la zona más vip. Pasé muy despacio delante de una entrada muy famosa, tanto que el letrero de unas cerezas perfiladas en su dintel y el nombre de Pachá se había convertido en un icono que superaba la imagen de las amenazadas y endémicas lagartijas. A las pitiusas no solo se las comen las culebras, pensé.

..."A las pitiusas no solo se las comen las culebras".

 

En el aeropuerto sentí una voz que me llamaba. Era Félix, un bombero al que le había dado curso. Es un referente en el mundo de la escalada. Iba con su mochila y su casco a la península, a una quedada de fin de semana. Sus padres se aventuraron a comprar una casa en Fisterra y allí la mantienen para venirse de vez en cuando al otro lado de su tierra. Félix me contó que en el islote de Es Vedrá la escalada está prohibida. Ni tan siquiera se puede pisar. Entonces me llevo su puesta de sol y una pizca de ese encantamiento que algunos sitios dejan en el interior de un viajero.

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