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LA SANCIÓN DE LOS CINCUENTA

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La verdad que plantarme ante los cincuenta no me supuso un trauma, ni la pitopausia, ni un terror hacia todas las campanadas de fin de año que llevo tragado, a no ser que mirarse en el espejo y caer en un halo de autoestima física – incluida la sexual – sirvan de evidencia para que una psicóloga como mi prima evalúe que detrás de una negación como la anterior, el subconsciente en realidad está diciendo que me hallo en esa etapa de examen interior inaguantable para los demás. Como la adolescencia pero con canas y la ventaja que el tiempo marca también la experiencia en la vida sobre la que, entre otras, uno ha aprendido a oler en la distancia la presencia de capullos y capullas.

"Ya dispuestos, tiraré de un recordatorio cinematográfico"...

Ya dispuestos, tiraré de un recordatorio cinematográfico acompañado de una anécdota que sucedió con mi progenitor hace poco y que me sirve para labrar un análisis respecto a la edad.

De Clint Eastwood no podría decir cual es mi película favorita de todas las que ha sido protagonista, ha dirigido o ambas cosas a la vez, pero hay una que no se me ha escapado por el escenario donde se desarrolla y la temática de fondo. “La Sanción del Eiger” nace en 1975 para la adaptación cinematográfica de la novela del escritor neoyorquino Trevanian (Rodney William) y enmarcada en un paraíso de roca como es Utah en Monument Valley y una de las grandes montañas para los hitos del alpinismo. En los espeluznantes abismos que surgen desde el valle de Grindelwald (Suiza), Jonathan Hemlock es un profesor universitario que arrastra una doble vida que ha intentado dejar atrás, pero que se ve obligado a retomar a causa de un chantaje venido por la desaparición de su colección de pinturas de renombre adquiridas a cuenta de los ingresos extras como espía, ejecutando las sanciones que una corporación de espionaje le había ido encargando.

..."Una exuberante Heidi Brühl aparece como la mujer joven del escalador de mayor edad y que,

tratándolo de vejestorio, el hombre no pasa de los cuarenta tacos"...

 

Sin entrar en más detalles apuntar el casco de escalada que le pusieron a Clint Eastwood, parece más al de un capataz de obra que al de un alpinista, aunque hablemos de mediados de los setenta. Pero lo que me trae de la película a esta historia es una escena que se desarrolla en el hotel Bellevue des Alpes, durante una reunión previa de los escaladores que van a afrontar el difícil reto de abrir una nueva ruta y para el profesor Hemlock el añadido de descubrir a quien de ellos debe darle matarile durante el ascenso. Allí se encuentran junto al protagonista, su amigo del alma Ben Bowman (George Kennedy) y los tres deportistas que lo acompañarán.

 

Una exuberante Heidi Brühl aparece como la mujer joven del escalador de mayor edad cuando, tratándolo de vejestorio, el hombre no pasa de los cuarenta tacos. El caso es que la rubia se ve atraída por Eastwood pero también por Reyner Schöne en el papel de Karl Freytag, que muestra un cuerpo juvenil, atlético y encima carismático. Su marido, viendo la actividad que le viene encima y los ataques descarados de su esposa, se disculpa del grupo para retirarse resignado a su habitación, mientras que la fogosa rubia con ganas de broche final a la fiesta – y espero que lo escrito no sea argumento de las feministas para llevarme a la hoguera –, lo intenta con el protagonista, tirando los tejos bajo el reclamo de una invitación a la última copa. Rechazada por el duro Clint que deja pasar la oportunidad de echarse un kiki, Heidi intenta justificarse comentando el deseo de que su marido cambiase de idea respecto a esta arriesgada escalada sin entender porqué insiste en llevarla acabo. Nuestro profesor responde que él si lo sabe, que lo hace por ella tratando de alejarla de los jóvenes manteniéndose él joven, haciendo lo que hacen los jóvenes; remata.

..."Pues eso, que tocar el cinco y el cero puede significar la pretensión de seguir siendo joven

para impresionar al mundo o para impresionarnos a nosotros mismos"...

 

Los labios de Heidi sueltan un conyugal y suspiroso “pobrecito”, a lo que Clint contesta que si, porque no le da ningún resultado. Vamos, que si ven la peli o la recuerdan, comprobarán que al final se intuye que la guapa ante el despecho de Eastwood fue a cepillarse al apuesto y fibroso Reyner Schöne.

Pues eso, que tocar el cinco y el cero puede significar la pretensión de seguir siendo joven para impresionar al mundo o para impresionarnos a nosotros mismos. El personal hace unas cuantas primaveras que dejó de salir a correr para ser raners de esos que compiten con el cronómetro e intentan mantener la patata bajo el control que ofrecen los pulsómetros que tanto se han puesto de moda, mientras dejamos los huesos y los músculos a las buenas manos de los fisioterapeutas que recomponen nuestros excesos.

 

Aún recuerdo cuando en mi pueblo no veías a un alma corriendo por la calle y desde un bar salía alguno a decirte que estabas más flaco que un mondadientes o que la carrera ya había sido hacía un par de meses. Eso en el mejor de los piropos. Lo bueno es que ahora es un hábito saludable donde el que no corre sale a caminar. Hoy competimos por todo, competimos con la implacable edad para creer que no envejecemos.

 

"Hoy competimos por todo, competimos con la implacable edad para creer que no envejecemos"...

El otro día cuando llegué a casa vi a mi padre en la finca, subido a una escalera con una agilidad excepcional cogiendo fruta. Había unas manzanas a las que no le llegaba y le pedí que se bajase, que yo lo hacía. Así fue, pero había tres que quedaban en el extremo de la rama más alta por lo que precisaba subir un par de peldaños más.

 

- Non, non subas máis que podes caer – advirtió. Deixame a min – dijo mi padre a sus ochenta y siete años.

 

Lo miré desde arriba y me quedé con dos lecturas: La primera es que un padre siempre protege a un hijo y la segunda fue sentir que toda mi competición será llegar a su edad como está él, siguiendo activo para sentirme vivo, sin rivalizar en exceso con un cronómetro que ya me aplica la sanción de los cincuenta, alejándome de un zagal de veinte y aproximándome más a una Heidi Brühl que en algún momento pueda soltar un “pobrecito”. Y, en el peor de los casos, llegar a la tercera edad tan pasado de vueltas que un pequeño paseo sea una tortura.

Por supuesto que no dejé a mi padre subir esos dos estribos que él no me permitía, sabiendo que lo haría sin ningún problema.

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