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LA ÚLTIMA LANZADA DE MUNÍN

Uno de los rincones en los que recalo muy a menudo es en los recuerdos. Quizá sea un defecto bucólico siguiendo la rima del poeta Jorge Manrique donde dice que cualquier tiempo pasado fue mejor, aunque me niego en absoluto a darle continuidad al poema contemplando como se pasa la vida esperando la muerte porque, sin desearla, prefiero sentirme activo navegando por ella cuando me interno en terrenos de aventura de los que puedo afirmar, hasta la fecha, que al menos en tres ocasiones conseguí escapar al fin de mis días. Aunque eso ni nos convierte en diferentes ni más especiales porque este cuento de vivir se disfruta o se pasa de mil maneras y cada semejante decide la suya, o no, si es que algún malnacido lo hace por ti.

 

Si uno indaga en estudios neurológicos leerá, por ejemplo, que los que viven de la nostalgia suelen ser personas empáticas, más sociales y también más desprendidas. No seré yo quien diga si me sitúo en las dos primeras pero sí puedo aseverar que soy un humano dispendioso, y bastante, si es que en ese grupo entra el ser un tipo que pierde cosas por donde vaya.

Entre algunos de esos objetos el que peor he llevado y con más insistencia si cabe, fueron unas gafas. Sin entrar en marcas. El modelo diré que se denomina Balorama y es la misma que lucía uno de mis actores favoritos, Clint Eastwood en Harry el sucio.

Antes de los veinticinco años llegué a extraviarlas hasta tres veces y por largos períodos, apareciendo en dos ocasiones producto de la casualidad hasta que a la tercera definitivamente las perdí de vista y se fueron buscando otros soles más fiables que el mío. Veintitrés años después, un amigo óptico me contó que ese modelo seguía existiendo así que sin vacilación alguna las solicité como regalo excepcional para darme otra oportunidad y proteger el iris de mis ojos con los cristales de Harry Callaghan. Lo malo es que sin haber pasado un año – y esto fue en septiembre de 2017 – me encontré con un mal día descubriendo que una vez más las Balorama habían desaparecido de nuevo de mi vida, con lo cual hasta llegué a caer en la idea que alguna superstición me persigue.

..."El modelo diré que se denomina Balorama y es la misma que lucía uno de mis actores favoritos,

Clint Eastwood en Harry el sucio"...

 

Al ejemplo de las gafas se le pueden sumar otros que quizá no pasen más que por despistes en vez de olvidos. Uno se puede olvidar algo material, se puede olvidar una cita o incluso si me apuran un compromiso cuando la computadora neuronal se satura de eventos y no se recurre a eso que llaman agenda. Otra cosa es no recordar, vivir ausente del pasado porque a tu cerebro o lo que los expertos médicos determinen, no registra en la memoria interna lo más destacable de tu existencia, incluso con quien has compartido las emociones y los sentimientos de tu día a día.

 

Por eso, por si en algún momento de la vida se esfuman los recuerdos hoy me apetece recalar en uno profesional. Con trece años mi padre – a costa de un esfuerzo económico – me compró como premio y una dosis de motivación a un normal resultado académico, una bicicleta de la marca BH, de aquellas que se hacían llamar de carreras. Había cogido tal afición a las dos ruedas coincidiendo con el momento álgido de Perico Delgado, que mis amigos me llamaban Fignon que era su enemigo deportivo número uno. Años después, la afición pasó a ser una necesidad cuando recién llegado de la mili y sin oficio ni beneficio, me ofrecieron un reparto de periódicos que puntualmente y muy temprano iba dejando en las puertas de los suscriptores a golpe de pedal y alguna resaca por el medio. El salto cualitativo se produjo al año siguiente cuando te contratan para algo más y pasas a conducir un coche, con lo cual eso de patinar con finos neumáticos y besando asfalto algunos días de lluvia pasaba a la historia. Como de lo que se trata, o así lo creo, es ir subiendo algún escalón que acomode la supervivencia laboral, pasé dos años después el ascenso de un peldaño que accedía a la puerta de un comercio de deportes. Me pilló joven.

..."Era un tipo elegante, guapo, pelo canoso, cuarentón, comercial de no sé qué y pescador de calamar"... 

 

Les aseguro que detrás de un mostrador pasan muchas cosas y es uno de esos elementos que sirven de barómetro para conocer el vecindario y otras especies humanas. En lo bueno y en lo malo. Aunque a día de hoy resulta muchísimo más fácil y más amplio pisar la taberna de las redes sociales sin esa necesidad absurda del pasado de mirarse a los ojos. Munín era uno de los que entraba en la tienda para utilizar la modernidad que ofrecía el servicio público de fax a las puertas del siglo XXI. Era un tipo elegante, guapo, pelo canoso, cuarentón, comercial de no sé qué y pescador de calamar en el puerto de O Pindo cuando disfrutaba de las vacaciones. Teníamos buenas conversaciones en los breves minutos que compartíamos después de enviar sus pedidos vía aparato telefónico. A veces aprovechaba la coyuntura y la confianza adquirida para comprar algo de material de pesca y contarme a la siguiente ocasión los resultados que proporcionaban los artilugios. Después de mucho tiempo, no volví a saber de él. Una porque el que escribe había cambiado de oficio y otra porque nunca más volvimos a coincidir.

 

En enero me encontré a un veinteañero en un evento deportivo. Fui a hablarle porque su cara era el reflejo de aquel hombre elegante. Me acerqué a matar la duda preguntando si tal vez era hijo de aquel tipo y que le enviase saludos porque siempre le tuve aprecio.

 

- Si, soy el hijo de Munín y gracias pero lo siento, no puedo dárselos. No te recuerda – me dijo. No nos conoce a ninguno. Con cincuenta y ocho años le apareció alzheimer, en dos años se le agravó de todo y ahora tiene sesenta y dos.

 

El resto de la mañana caí en la nostalgia de aquellos momentos que compartiamos, por si se me olvidan y por no olvidarme nunca de él. No sé cuando haría su última lanzada de pesca pero ahora sé con tristeza que él tampoco.

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