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LAS EXPLORADORAS SABEN MORIR

Pues sí, el que escribe aún sigue con esa pésima sensación de estar dedicando una parte de su tiempo a lo banal, sin salir más a menudo a colgarse en una pared o estar metido de lleno en una cascada de agua cuando las obligaciones lo permiten y ante un hecho que solo depende del afectado. Solo me place un poco de lectura y contarles algo que tenía en deuda con ellas. Quizá venga de una mujer tan polifacética como Gertrude Bell esa idea de vacío, salvando las distancias entre un sillón y un terreno de aventura, claro. Lo pronunció en 1914, explorando tierras árabes: “Me temo que cuando llegue al final diré: <Ha sido una pérdida de tiempo>. Ahora ya está hecho y no hay remedio, pero creo que ha sido una locura venir a estos desiertos”.

Ernest Sackleton, uno de los exploradores más cautivadores y cuya figura es un símbolo de liderazgo a pesar de sus fracasos, había publicado en 1907 un anuncio no menos atrayente que su persona y que, en la actualidad, sigue resonando con el mismo magnetismo y romanticismo que motivó en su día a cinco mil almas a enviar una solicitud para embarcarse en una arriesgada empresa. La propuesta era cruzar la Antártida donde no se aseguraba el regreso y cuya primera condición, según rezaba la publicación, era ser hombres. Aunque al final fue así, con veinte y seis aventureros a bordo de un barco llamado Endurance (Resistir), aparecieron entre las demandas varias mujeres sin que ninguna de ellas consiguiese enrolarse en el viaje.

 

Ser mujer no fue un condicionante para la aventura, al menos para aquellas que se mantuvieron en sus trece siguiendo la curiosidad por descubrir y encima de un mundo que, como casi todo, presentaban exclusivamente masculino. Una gallega llamada Egeria, – me van a permitir empezar por casa e imagínense la situación – inicia en el año 381 hasta 384 d.c. una peregrinación aprovechando los ochenta mil kilómetros de calzada romana. Alcanza Constantinopla y continua un periplo trotamundos que precisamente no la trajo de vuelta por el camino más corto como diría hace unos años Manu Leguineche. Sus andanzas salen a la luz a cuenta de unas cartas, a modo de diario, en 1884 y en ellas se recoge, por ejemplo, su ascensión al Monte Sinaí donde escribe: “aquello no hay quien lo aguante, pues es tan empinado que hay que subir en caracol porque ni el burro puede hacerlo de forma directa

 

Muchas peripecias surgen con un afán científico y tal vez sea maleducado hablar de la edad de una dama pero no creo que le importe a estas alturas a Maria Sibyla Meriam (Fráncfort 1699), contar que con cincuenta y dos primaveras esta alemana-holandesa – después de divorciarse doce años antes rompiendo ataduras sociales que coartaban la libertad de las mujeres para unirse a una secta neerlandesa llamada los labadistas – se embarca con su hija Dorotea en una desaconsejada travesía hasta la colonia que su nueva patria tiene en América del Sur. Meriam, impulsada por su pasión entomológica, emprende varias y peligrosas excursiones por el interior de Surinam siguiendo el río del mismo nombre entre bosques tropicales casi impenetrables. Quizá, sin darse cuenta de ello porque solo pensaba en sus plantas e insectos, se había convertido con su pasión en una exploradora. Sibyla a pesar de publicar varios libros de éxito, murió a los setenta años casi en la pobreza y olvidada en el tiempo hasta que fue redescubierta hace treinta años.

 

En ocasiones, la inmortalidad no se alcanza en el propio momento, sino que tarda siglos hasta que a alguien se le enciende la bombilla del recuerdo por la hazaña y te devuelven a la historia. Es el mismo caso de la francesa Jeanne Baret, que se convirtió en la primera mujer en dar la vuelta al mundo. Lo hizo disfrazándose de hombre porque en 1766 la armada gala prohibía subir a bordo de sus buques a mujeres. El engaño nació para acompañar a su amante Philibert Commerson, que había sido asignado como botánico en la expedición científica de Louis Antoine de Buganville. La biografía es interesante y se la recomiendo si no la conocen. El final no fue menos notorio. Primero acabó abandonada en la isla Mauricio cuando se descubrió la argucia para que unos años más tarde recuperase su honor y gloria gozando de éxito en sus últimos días.

Viajeras, o alpinistas que afrontaron su último aliento en los escenarios más espectaculares de la tierra como la polaca Wanda Rutkiewicz, que siendo la primera mujer en conquistar el K2, muere en mayo de 1992 mientras escalaba el Kachenjunga – lo que sería su noveno ocho mil – cuando a 8.300 metros decide pasar la noche para hacer un intento sin comida ni equipo de acampada y nunca más se le volvió a ver. Para agallas – o insensatez estará pensando alguna o alguno – está la escocesa Alison Hargreaves, que embarazada de seis meses escala la cara norte del Eiger, una montaña suíza de grandes abismos que alberga trágicas y heroicas gestas para quedarse en los hielos del himalaya mientras descendía del K2 en medio de una repentina tormenta y tres meses después de haber sido la primera mujer que pisaba en solitario la cumbre del Everest y porteando su tienda. Con dos hijos pequeños, antes de acometer la escalada dejó escrito en su diario que prefería vivir un día como un tigre que cien años como un cordero.

 

Volviendo a casa, la española Miriam García Pascual presenta una gran trayectoria como escaladora hasta que desaparece en mayo de 1990 en una montaña de la India, el Meru Norte, cuya vida se describe como un poema en su libro Bájame una estrella. Allí arriba, donde están todas las estrellas, también llegan mujeres valientes, exploradoras de la era moderna que parten con la rusa Valentina Tereskova en la primera cosmonauta de la conquista espacial aunque me van a permitir recordar a sus colegas Judith Resnik y Christa McAuliffe y terminar surcando el cielo con dos apasionantes aventureras de la década de los treinta: las pilotos Amy Jhonson y Amelia Earhart, quien se consideró “tan útil como un saco de patatas”, al ser la primera pasajera que cruza el Atlántico y desparecer años más tarde, desarrollando ya sus propias proezas, con su avión Lockheed Electra en su intento de sobrevolar el mundo y dar nacimiento a un misterio.

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