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LOS EXPLORADORES SABEN MORIR

Hay días en los que uno se despierta para salir de casa con la mochila hecha dispuesto a comerse el mundo y otros en los que, como éste de principios de abril, te encuentras en tu sillón de lectura sentado en el puf para descansar las piernas y acodado sobre las rodillas, con la mirada perdida entre varios libros de exploración o más bien con los ojos cargados de cólera y cuya ira se golpea contra tu interior por haber dejado pasar ya cuatro meses, sin cargar las baterías del estado de ánimo aplicando fuertes dosis de aventura.

 

Lo califico con algo tan vulgar como “pérdida de tiempo” y encima el tiempo climatológico tampoco ayudó mucho en ese sentido abortando en tres ocasiones – las que disponíamos – al menos una de esas historias donde te la puedes jugar haciendo algo medianamente relevante. Para otras, menos expuestas, si hago un acto de fe, solo puedo confesarme culpable de tal actitud de decaimiento. No sirven esporádicas salidas de una tarde o un día para exorcizar esos demonios que se echan del cuerpo cuando uno sabe a conciencia que las almas aventureras solo encuentran la paz cuando realmente consiguen pasarlo mal.

Es, en este punto, donde las biografías de otros inspiran tiempos que hubieses deseado o deseas para alguna etapa de tu recorrido vital. Quizá con la apertura de Centenario o Factor humano en el Naranjo de Bulnes, dormir en un somier a cien metros del agua sobre la cascada del Xallas en Ézaro o escalar el Pumasillo en Perú, conseguí ya algunas, pero no llenan el alma. Apsley Cherry-Garrad, miembro de la expedición antártica Terra Nova de Robert F. Scott, plasmó su experiencia como explorador biólogo cuando se alejó desde el Cabo Evans, donde se situaba el campamento de Scott en la Isla de Ross, hasta el cabo Crozier – el punto más alejado – en julio de 1911 durante el invierno austral para recoger unos huevos de pingüino emperador. Con una miopía grave apenas veía algo sin sus anteojos que no podía usar mientras se desplazaban en trineo a una temperatura extrema entre los -34º y los -56ºC. La dureza de ese episodio quedó reflejada en el título de su libro “El peor viaje del mundo”.

 

La épica de estas vidas suelen venir asociadas a un final no menos admirable dadas las circunstancias en las que acontecieron, pero sobre todo como las afrontaron y eso, aunque no seamos exploradores, pueden ser una lección de vida y de muerte para nosotros los comunes cuando nos llegue el momento. Con graves congelaciones y sin queja alguna durante todo su sufrimiento, Lawrence Oates – miembro de la expedición de Scott al Polo Sur y cuando regresaban soportando mil penurias después de comprobar como el grupo de Amundsen les había arrebatado la conquista – comunicó a sus compañeros que no podía seguir, proponiendo que lo abandonaran en su saco de dormir, algo que por supuesto no aceptaron. Esperando haberse muerto mientras dormía, se despertó dejando un final para la historia: “Voy a salir, y tal vez tarde un poco”, desapareciendo en el frío polar y no ser un lastre para sus compañeros. Trece días después el propio Scott rubricaba su última frase en uno de los mejores diarios que se hayan escrito: “Parece una lástima pero no creo que pueda escribir más”. El propio Amundsen murió volando sobre el ártico dirigiendo un rescate y su cuerpo nunca fue encontrado. Otro gran explorador, el admirable Ernest Shackleton, murió de un infarto en Georgias del Sur, cuando desoyó a su médico al solicitarle que llevase una vida más tranquila. Si nos vamos al tercer polo, el Everest, dos alpinistas ingleses, Mallory e Irvine, con apasionantes biografías, sembraron el misterio más romántico con su desaparición en 1924 en la montaña más alta de la tierra. Un enigma que sigue a pesar del hallazgo de sus cadáveres en 1999.

 

Podría, entonces, volver a decir que me hallo en un estado quijotesco, cual Alonso Quejada, sembrando de anhelos y envidias las vivencias de otros a través de estos libros de caballerías que se desarrollan por los escenarios más fascinantes y peligrosos de la tierra, con Dulcineas que pueden vestirse de blanco y cuyo aliento hiela los sentidos  o estar ataviadas con una selva multicolor o el ocre de un desierto. Hay un sinfín de nombres propios que marcan hitos hasta el mismo final de sus días. Livingstone con casi una vida dedicada al continente africano, murió de malaria en mayo de 1873 en un pequeño poblado del lago Bangweulu, en Zambia. Su cadáver fue conservado en sal y tardó varios meses en ser traslado hasta llegar a Bagamoyo, en la costa del Índico. Luego fue transportado a Inglaterra y enterrado en la Abadía de Westminster, pero los africanos enterraron su corazón bajo un árbol porque sus latidos habitaban en el amor que sentía por África. Hoy cierro con una figura, quizá menos heroica, que apareció en mi vida y con el que de algún modo simpatizo un viaje paralelo.

 

 

Gary Hemming es un californiano bohemio y sensible, que responde a la pregunta de un periodista si se consideraba un escalador: "¿Yo, un alpinista? Yo soy un aventurero".  Hemming jamás pisó la zona austral ni los hielos del Himalaya aunque sí es cierto que se movió en los límites, hasta en los de su propio comportamiento tan variable. Quizá por eso, aunque quedó la duda si se trató de un suicidio o de un asesinato cuando tenía treinta y cinco veranos - se pegó un tiro a orillas del lago Jenny después de una discusión con sus amigos - sembrando una historia cargada de romanticismo tanto en la montaña con sus escaladas como en su vida amorosa y desordenada, donde el escritor Jeanmi Anselin reflejó su mejor imagen al describirlo como un tren loco, antediluviano, un tren que en vez de seguir sus raíles los segrega. Releyendo el libro de su biografía caí en un comentario de Hemming donde dice que una muerte bonita puede solucionar una vida equivocada. Quizá para él, simplemente haber pasado por la existencia fue su peor viaje del mundo como acuñó Cherry-Garrad, o tal vez no porque si algo caracterizó a Hemming fue precisamente la pasión por vivir y la seguridad con la que acometía sus escaladas.

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