top of page

MAGIC

El Bar Trabuco era un nombre adecuado a los bandidos que se atrevían a entrar cada sábado por la noche para abrevar. Los domingos por la tarde cambiaba el cuento cuando se transformaba en el escondite de los forajidos reblandecidos que pedían café y una charla en paz después de la batalla. Si cierro los ojos creo que podemos estar todos allí como estatuas de Terracota, inmortalizados como un ejército de hombres y mujeres que vivieron un tiempo que se llamó juventud.Recuerdo las noches de invierno, cuando pasabas el umbral y la sonrisa de Yiyo y Agustín apartaban el frío antes que un trago calentase el cuerpo y recuerdo las noches de verano cuando eran los cuerpos los que caldeaban el ambiente. 

En el Trabuco siempre existió el calor de la pólvora y el disparo certero de pasarlo bien al tiempo que las navajas se abrían para afilar la voz haciéndose oír entre el barullo.

Cuando entraba miraba por vanidad una foto que teníais mía escalando en la Serpal. Me encantaba verme en esa especie de Santuario que son las paredes que hay detrás de las barras y sentirme parte del alma de aquel sitio. Me encantaba haber encontrado esa amistad y hoy solo tengo en cuenta que nunca dejó de existir entre los valores más importantes que uno puede atesorar.

Tenía la suerte de tener a dos camareros a mi disposición, para vacilarlos con el pedido, para reírse de aquella chica, que chuleando idiomas pidió una Heineken con estricta pronunciación alemana mientras que al otro lado la oreja del barman se ladeó como la de un palurdo para soltar una e alargada y con h final. A partir de ahí fue muy fácil.

- An de jainakan – te pedía.
- Vai a rascar o carallo – me respondías.


Y como tontos nos seguimos escojonando de risa con una anécdota que perduró en la memoria. Lo más grave es que sin ser cervecero era lo que bebía, quizá porque su publicidad invitaba a pensar en verde y ese es mi color favorito.

La última vez fue en una terraza de Noia. Hablamos de lo mismo de siempre y lo que no hicimos y tanto nos encomendamos: quedar para cenar. Supongo que eso es lo que acuerdan dos impresentables como nosotros o más bien, amigo cabronazo, me dejas la culpa de no haberlo hecho. Aquella tarde hablamos de la política local, de los rumbos que habíamos tomado cada uno. Tú que te olvidabas del tema después de un tiempo como concejal por babor y yo que me embarcaba a capitanear por estribor. 
Nos reímos de las últimas fotos que te envié de una cena en Seoane en casa de Magariños:

- Meu Deus, abraSado a un sosialista!! - dije.
- Unha javiota encima miña e a filloa comeuna Mario – respondiste.

Lo peor es que en esa foto estábamos cuatro y quedamos dos. O es que pasó demasiado rápido el tiempo o alguien se equivocó.

Hablabas del golf como una nueva pasión, yo de seguir colgado como un murciélago y de que acababa de salvar hacía diez minutos a una mujer de ahogarse con un trozo de pizza y que en el bar nadie había movido su cabeza del plato mientras otra amiga le pedía auxilio. Me reía imaginándote con un palo de golf después de pasarte una vida metido de lleno en el voley.

La bola venía alta, no te vi saltar, nunca te he visto jugar pero sé que volabas hacia ella. Y creo que sigues volando, con una sonrisa imperturbable. Eres Magic.


Como afrontamos la muerte dice mucho de una persona. Forma parte del viaje, del juego.
Lawrence Oates, miembro de la expedición de Scott al Polo Sur, tras la muerte de Edgar Evans, abandonó la tienda dirigiéndose a sus compañeros: “Voy a salir, quizá me quede fuera un tiempo”.


Acabo de leer tu estado de watshapp: “se me acabó la magia”. 
Nunca Magic. Has dejado huella en la tierra que todavía pisamos.

bottom of page