Decidí terminar 2018 subiendo hasta la cima de A Moa y compartirla con unos amigos, corriendo, como con prisa por despedir los trescientos sesenta y cinco días anteriores ante los dioses, ante la inmensidad atlántica, ante el lugar más espectacular posible para ver salir el sol, o despedirlo, o sentir como la luna ejerce su mayor atracción desde este paraje. Incluso más fantástico que el propio Finisterrae que aparece desde aquí como un dedo índice señalando lo insondable.
2019 despertó unos días después en el mismo sitio, como el primer escenario para comulgar con la aventura que pueda venir. En el espacio del Ara Solis, en el templo de la mitología que alberga la extraordinaria morada de las deidades celtas.
Subimos, trepamos, acariciamos la roca, tocamos el aire del cielo y vimos algunos paisajes a vista de pájaro. Nuestros pies pisaron A Moa y después O Barquiño y quizá, sin darnos cuenta, las fadas y las meigas pulularon a nuestro alrededor como el viento frío que helaba la cara.
