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  • Foto del escritorRubén Suárez Carballo

BLANCO INVERNAL


PEÑA UBIÑA fue el destino, en un tiempo complicado en lo que a lo personal se refiere. O más bien porque algunos tenemos el don de complicarlo y no sabemos vivir sin la palabra aventura ligada a todo cuanto nos rodea.

Hubo condiciones en las semanas previas a esta de febrero, pero nuestras fechas no entendían de las mejores características para la nieve ni las ganas por salir tampoco. Llevaba un tiempo ya largo en tierra de nadie, deambulando por espacios cercanos, con proyectos verticales en la cabeza y sin motivación para desarrollarlos.


Salió la idea de Ubiña y allí nos fuimos, justo cuando a la nieve se le ocurría derretirse y sin saber que unas semanas después la barbarie se iba a hacer dueña del mundo, justo después de una pandemia que nos devoró en salud, incluyendo la psicológica, y la economía.


Al mundo todavía le faltaba algo más: La estupidez.


Llegamos a la aldea de Torredebarrio, en León. De los cuatro que íbamos, tres dormimos en la furgo de Jesús y el cuarto, del que ya ni recuerdo el nombre, se recostó en el asiento del copiloto de su coche. Ya era tarde, estaba helando, la noche nos comía y los estómagos por fortuna ya los habíamos llenado en una área de servicio antes de abandonar Galicia.

La mañana despertó con el hielo que se fabricó durante la noche y los cuerpos entraron en calor cuando comenzamos a caminar en dirección a una montaña que en su vertiente Este-Oeste mostraba unas laderas peladas de nieve.


La senda se caminaba bien, con barro en vez de un suelo níveo y una mala leche que se escondía debajo de la mirada pensando que no se iba a poder hacer gran cosa. Superado un collado apareció la primera pala de nieve a la que eché un ojo como un Quijote a sus molinos, viendo una entrada sin esperar a llegar hacia el lado Norte de Meicín, donde sus corredores seguramente estuviesen algo más cargados aunque sin saber si estarían en las mejores condiciones.


Sin rodeos propuse meternos por ahí, buscando aventura, quemando calorías y aniquilando pensamientos interiores. El zig zag ganaba altura, la nieve ni tan mal a pesar de que alguno no veía claro que fuese lo mejor subir. Siento el egoísmo o tal vez si hubiese imprudencia. Me importaba un pepino todo, incluida una avalancha con el ruido de un tren de mercancías. Lo único que me acompañaba era la idea de ascender hasta pisar la cumbre y después ya se vería.

Y así fue. Cumbre de Ubiña y a tantear entre la niebla por donde descendemos.

En Torredebarrio comimos o devoramos unas exquisitas hamburguesas en el Hotel del pueblo y después nos fuimos al encuentro con otros dos que se nos iban a sumar en Pola de Laviana para trastear por los fáciles y cortos corredores que aparecen como telón de fondo en la Estación de esquí de San Isidro.


- ¡Jefe, traiga una caja de sidra! - pedí ya sentados en la mesa de una sidrería.

- Ya tenéis dos de la barra - respondió el camarero.

- Tu trae la caja de sidra que esas dos fueron de calentamiento.


El resultado fue una noche de perros en la furgo y una resaca demencial.

San Isidro fue demasiado fácil, con subida en telesilla. Haciendo de maestros a los novatos y de vuelta a casa en un viaje que se hizo largo y monótono.

Me gusta la montaña con el coste de que los cansados viajes de vuelta me aburren soberanamente. Me desubican y someten mi existencia a las fronteras de la tristeza.

















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