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  • Foto del escritorRubén Suárez Carballo

MADEIRA: NIEBLA EN VERTICAL



De un interminable álbum, opté por esta fotografía, sencillamente porque cuando llegamos a este rincón del barranco Capulla me vi ante la puerta a otra dimensión. No era un espacio desconocido, pero ningún viaje es igual al anterior. Ni la compañía, la gente nueva que conoces, los turistas que nos cruzamos en pintorescos pueblos o los aborígenes que redescubres en el barrio antiguo de pescadores de Funchal. Ni tan siquiera los barrancos a los que regresamos porque encuentras detalles que escaparon la primera vez, o los nuevos como el Passo o Seixal que ofrecieron otra perspectiva.



Salimos al Atlántico, repitiendo un par años después el sueño que se desarrolla en un escenario de avatar llamado Madeira. Una trepidante isla que se levanta hasta los 1.861 m.s.n.m. del Pico Ruivo y cuya visión desde su cima sobre el paisaje todavía desconozco. Toda mi experiencia en esta naturaleza de extraordinarias características se quedó en sus entrañas, metido en sus cañones y en las "levadas" que la mano del hombre construyó para llevar agua a sus poblaciones y que, a día de hoy, son un disfrute para los sentidos siguiendo los increíbles senderos que se abren al caminante. Sendas que alocadamente van de la mano del vacío, de las gotas de agua que caen por todas partes, de los helechos y las hojas perpetuamente mojadas. Por esos túneles, a veces interminables, que desafían la imaginación y el asombro por las almas que trabajaron a pico y pala horadando la montaña; con el sacrificio y el riesgo de una obra que también se cobró las suyas, incluyendo gritos que se perdieron en los precipicios.


Madeira es la explosión de un mundo vertical en el que los ríos han perdido el control arrojándose a las aguas del mar. Cada curso fluvial ha labrado un espectáculo que se mira hacia abajo pero también hacia arriba, encerrado en sus cicatrices y viéndote diminuto ante una magna belleza esmeralda.



En la zona norte de la isla se concentra el mayor número de cañones y una humedad que fabrica esa niebla que envuelve todo. Deportivamente, el barranco de Capulla nace en el cruce con un canal. Los rayos del sol tienen su hora y en esta ocasión nos cogieron en la antesala de los ciento once metros de su mayor osadía. Así, todos de una atacada, en un tubo volcánico que se abre como una boca exhalando aliento convertido en misteriosa bruma. Un esófago por el que deseas ser tragado hacia un atractivo averno.



En la singladura de este tajo, me tocó ir delante, abriendo esta larga línea de descenso para un equipo de siete barranquistas. Jesús instaló el pasamanos que da pie a la fantasía del vértigo. Seguí la línea que marca la cuerda hasta situarme a su lado, anclarme a las chapas y sentir una vez más el disfrute que genera verse encarado al vacío. De mi mochila salió el extremo de una cuerda colorida, como una serpiente fluorescente que asoma del cesto, encantada por un murmullo acuático que flota en el aire. El nylon de diez milímetros se deslizó por las argollas de la reunión hasta perderse en toda su longitud. Estaba impaciente por salir, por continuar. Coloqué el ocho y añadí un shunt para volar tranquilo cuando tuviese que columpiarme hacia la siguiente instalación. Los primeros pasos son emocionantes, paralelos a un precipitado curso de agua y el disfrute de esa danza suspendida. Tus ojos devoran imágenes que se invaden de mesura, calculando la distancia recorrida, observando a la derecha donde una reseña sitúa tu punto de llegada. Liberé los cabos de anclaje del anillo portamaterial del arnés cuando descubrí entre el verdor la segunda reunión.


Jesús siguió mis pasos por una larga alfombra verde tras ser sustituido por Nacho. De esta manera, los que atesorábamos mayor experiencia, quedamos dispuestos en las tres reuniones que completan este rapel.


Descendí los siguientes veinticinco metros hasta la tercera reunión una vez superado el ecuador de esta inmensa pared enmoquetada de musgo, al encuentro de dos anillas de las que todavía esperas suelten algo de brillo entre tanta monotonía cromática.

Era la segunda vez que me veía exactamente igual, en el mismo sitio, con los pies apoyados sobre una diminuta y resbaladiza repisa.

- Ciento once metros son menos que los quinientos de la pared oeste del Urriellu, de un Naranjo de Bulnes que casi es como una casa para mí – me decía.

La aventura en sí, sea donde sea, guarda un sinónimo de romanticismo, pero al descenso de cañones me une un amor donde comparo las cataratas como las arterias de la vida, quizá porque sus tonalidades y la espesura me enamoran, porque los bosques guardan las hadas y los barrancos hechizan los sentidos.


En la tercera reunión el agua caía a mi izquierda y llegaba como una ligera llovizna. La operación se repite y paso la cuerda por los anclajes de la reunión, observando de nuevo como el extremo se pierde en la distancia y alcanza los 40 metros de la sombría poza final. Las ondas que genera su contacto con el agua rompe el reflejo de la negrura en este circular espejo. Me siento privilegiado en mitad de este soberbio espectáculo, con la visión algo nublada por el sirimiri que golpea mi cara y la mano haciendo de visera para poder apreciar toda su longitud. Las siluetas de los compañeros surgen como figuras espectrales que se mueven lentamente hacia donde me sitúo. Descienden con un cuidado ralentizado hasta que a unos tres metros tengo en paralelo a Vilas. Le indico que no siga descendiendo, que prepare su cabo de anclaje mientras lo arrastro hacia mí, utilizando la cuerda restante del fraccionamiento.

- ¡Ya está! - te tengo cazado. Aprovecha la repisa para los pies y tan pronto puedas cambias de cuerda para seguir ya el último tramo.


Ejecutamos la maniobra lo más rápido que pudimos, sin perder detalle para que todo saliese bien. Vi como se hacía más pequeño en el abismo hasta que una voz eufórica y sus pies chapoteando verificaron su llegada. De arriba colgaba César, siguiendo el mismo modus operandi, con un gesto en la cara impuesto por la falta de costumbre a tanta altura. Un breve intercambio de palabras y una coletilla con risa burlona que pronuncié durante todo el viaje.

- ¡Tranquilo, tranquilo, tranquilo, si te pones nervioso es peor!


Creo que no lo estaba del todo pero había culminado el descenso cuando lo vi abrazado al otro compañero. Levanté la mirada buscando al tercero y no vi a nadie entre la llovizna. Esperé contemplando como la niebla permanecía ataviando de enigma todo cuanto me rodeaba hasta que un inteligible y espeluznante grito se adueñó del escenario.


En esas circunstancias, la experiencia me dice que no debes asomar el hocico, que lo mejor es pegarse a la pared y rezar. O pasaba volando un paisano o una piedra. Lo primero deseas que no suceda y lo segundo es que si baja un morrillo, se limite a dejar en el aire un aterrador silbido. Lo único que escuché fue un fuerte golpe en mi casco y algún impacto en mi mano izquierda. Permanecí pegado a la pared hasta reaccionar en milésimas de segundo con un grito de alivio que pudo haberse entendido de rabia.

- ¡Joder, joder! – exclamé. ¡Me cago en Satanás, que suerte acabo de tener!

- ¡Rubén, Rubén! – oí confusamente voces desde la reunión anterior y desde la orilla de la poza final.

. ¡Estoy bien! – respondí. Me quité el casco y vi el impacto principal y otros más pequeños. Comprendí que hizo bien su trabajo y que de no ser así lo más probable es que mi cuerpo quedase colgado de la reunión, aturdido o a saber. Me hice una pregunta: ¿Y si en ese justo instante se te ocurre, como solemos hacer, mirar hacia arriba buscando al compañero que desciende para ver como va? ¿Y si hubiese coincidido el impacto con mi cara? Me la habría reventado aquí mismo y a saber con que consecuencias.

Cuando llegó David se interesó por mí.

- Lo siento, fue al moverme, no la vi y había una piedra suelta. De verdad que lo siento – insistió con cara de culpabilidad.

- ¡Tranquilo, tranquilo, tranquilo; no te pongas nervioso. Si te pones nervioso es peor! Me reí a carcajadas. ¡Menuda pedrada me diste! ¡Pagas una cerveza! – volví a reír.


Después llegó Jesús, vio el casco y dijo algo respecto a la suerte que había tenido, que me podía haber matado o dejarme mal trecho.

- Cuando llegó David no aprecié que hubiese nada suelto pero de pronto vi como un enorme pedrusco se desprendía y solo tuve tiempo a gritar para advertirte.

Por la noche nos fuimos a una fiesta que la organización del Meeting celebraba en un camping al lado de la piscifactoría de Seixal.

- El español es poco discreto – dijo un inglés sobre mí.

- Me parece que él es algo aburrido – respondí.



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