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TABLERO DE LADRILLO

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A Carlos Noya

En los ochenta el baloncesto estuvo de moda, casi por encima del fútbol; incluso entre los más bajitos como yo cuando hollamos la etapa del instituto. Se instaló de tal manera que hasta llegué a soñar que al menos la figura de “base” podía encajar con la estatura y la absurda posibilidad de convertirme en una fiera del bote y el pase entre los rascacielos humanos.

Supongo que para mi esta historia nace con un hito deportivo que vivimos desde el salón de un primer piso en la Avenida de Hércules, en A Coruña, con la final de España contra Estados Unidos en las Olimpiadas de 1984 y mis catorce recién estrenados.

Nos pilló allí a unos cuantos primos que solíamos pasar unos días de verano en la urbe de María Pita, aprovechando la pensión completa que nos ofrecían los tíos maternos. Normalmente lo hacíamos en el mes de julio y no guardo en la memoria porqué se prolongó hasta agosto de aquel año Olímpico, viviendo una especie de prórroga en las que fueron, definitivamente, nuestras últimas vacaciones como niños.

A esa edad, y con otras cosas en la cabeza, el basket supongo que sería lo último que estaría en mis preferencias deportivas, pero la publicidad que bombardeaba el momento y la euforia colectiva a la que se suma el personal, me arrastraron hipnotizado a un acontecimiento de tal magnitud. Además, estaba el jugoso reto de pasar la noche en vela, esperando a las cuatro de la madrugada en divertida compañía para ver como en el mítico Inglewood de los Lakers de Magic Johnson y cuyo diseño se basó en un foro romano, acogía a las torres españolas que iban a enfrentarse a gladiadores del balón como Pat Ewing o un imberbe Michael Jordan.

..."Creo que ni un concurso de mates nos hubiesen apasionado tanto".

 

El previo al partido se entretuvo con una mesa de salita repleta de bolsas de pipas y refrescos, una peli de vídeo y la emoción erótica que nos supuso descubrir en un edificio próximo a una pareja que se entregaba a las posiciones del Kamasutra con el descaro de una persiana abierta, las cortinas separadas y la cómplice penumbra que concedía la luz que llegaba de la calle. Creo que ni un concurso de mates nos hubiesen apasionado tanto.

 

Aquella plata que le arrebatamos a la Yugoslavia de Drazen Petrovic fue un espejismo quimérico de oro, pero sin duda avaló a que la pista polideportiva de O Coto, como otras muchas, empezase a recoger tantos rebotes como balones de fútbol fueron lanzados por encima de la portería hacia la piscina municipal.

..."Lucir por fuera de la carpeta en el primer año del instituto “Gigantes del basket”

equivalía lo mismo que a Pulgarcito las botas de siete leguas"...

 

La fiebre por la red del aro nos llevó a renacuajos como yo a ahorrar algo de la paga de los domingos para poder comprarte, una vez al mes, una revista que me quedaba más grande que su título. Lucir por fuera de la carpeta en el primer año del instituto “Gigantes del basket” equivalía lo mismo que a Pulgarcito con las botas de siete leguas, con la enorme diferencia que ningún artículo ni ninguna foto me hizo crecer y, menos aún, avanzar en el arte del dribling o la finta. Ni tan siquiera la idea que con tanta virilidad se presentía en estos colosos, colaborase un ápice en el ligoteo. Más bien, lo contrario.

 

La basketmanía quedó servida, sembrando ídolos pero también productos inalcanzables para muchos. La moda de las zapatillas deportivas de caña alta estuvo tan presente entre los chavales como los peinados ochenteros y, si algún instante se puede citar como sensacionalismo puro, fue el día que se comentó que a Álvaro le habían comprado las Nike Air Jordan. Todavía recuerdo cuando lo vi llegar a la pista y las miradas se centraron en la pipa negra que destacaba entre el blanco y los relieves granates del calzado deportivo. Creo que en aquel instante alcanzó el interés de un semi Dios, como si los pies del mismísimo Michael pisaran el suelo nicrariense.

En muchos sitios nos la ingeniamos para construir canastas en tiempos donde la era comercial quedaba a años luz de tanta oferta y demanda. En uno de los garajes de la casa de mis padres, un hierro moldeado sobre un tubo se convirtió en aro con red de obra mientras unas líneas de pintura transformaron en tablero un trozo de pared de ladrillo. En el suelo pinté una ridícula bombilla acompañada de dos franjas rectas que delimitaban los tiros de tres puntos. No era el Forum de Los Ángeles pero con mi amigo Carlos pasamos muchos minutos, sobre todo los días de lluvia, emulando a los más grandes.

..."Creo que en aquel instante alcanzó el interés de un semi Dios,

como si los pies del mismísimo Michael pisaran el suelo nicrariense"...

 

Carlos tenía el don de la varita mágica para ser bueno en casi todos los deportes y, respecto al baloncesto, fueron contadas las sobremesas sin un partidillo antes de irnos para las clases de la tarde y de los que contadas veces me llevé la sonrisa de alguna victoria.

 

Mi último tanteo con el deporte de altura se centró hace años colaborando con un equipo local para mejorar su forma física. Realmente se les notó, nos lo pasamos bien y ese tiempo me trajo el recuerdo de una película de hockey sobre hielo en 1977, con Paul Newman de protagonista pero sin golpes; sólo el título: El castañazo.

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