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UN TENDAL PARA ENMA

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Los escaparates de ferreterías son los más curiosos, con un sinfín de cachivaches que se aprietan detrás del vidrio y que en algún instante vas a necesitar. No sé ahora, pero creo que fueron buenos negocios aunque a alguna me importa un bledo como le vaya. En Cangas de Onís tengo un buen amigo que trabajó en una. Lo conocí cuando me integré en una pandilla del pueblo pasando días de juventud, con escasas y mal pagadas vacaciones. En cambio, viendo otras cosas, como quien mira con unos prismáticos al revés en una retrospectiva, fueron unos buenos años.

..."Lo más fácil era localizar a Jar,

trabajando de dependiente en una céntrica ferretería del pueblo"...

Tuvimos una temporada que entre semana nos juntábamos para meternos en algún agujero, quiero decir en una cueva o ir a escalar durante una hora a algún lugar cercano hasta que la luz cayese por completo en las tardes de julio. Berta, la madre de Félix, nunca estaba de acuerdo con lo que hacíamos.

- Félixín – le decía preocupada – no me gusta nada que os metáis en las cuevas de noche.

- ¡Y que importa que sea de noche! – contestaba. Una vez dentro ya no hay diferencia.

Aquella tarde no había proyectada ninguna actividad y nadie había dado señales de vida. Lo más fácil era localizar a Jar, trabajando de dependiente en una céntrica ferretería del pueblo. Me caía bien. Siempre fue un bromista vacilón pero sus mofas nunca te cansaban y siempre encontrábamos la manera de matar el rato, así que acostumbraba a acercarme hasta la ferretería y esperar afuera repasando un escaparate que conocía de memoria mientras los clientes de última hora salían con su compra. A veces me cruzaba con algún conocido con quien mantenía una conversación breve o intercambiaba un par de palabras.

- ¿Hoy vais de aventura o de borrachera?

- Puede que la borrachera ya sea una buena aventura.

 

Cuando ya solo quedaba el último comprador, cruzaba el umbral con un saludo y la mirada puesta en todo lo que allí había desde el suelo hasta el techo, pasando por las estanterías. El olor que inundaba el local me resultaba agradable, diría que hasta fresco en una mezcla de aromas entre hierros, plásticos y productos de droguería. Jar es un apellido raro, breve y cómodo de pronunciar. Cuando estás muy borracho te sale a la primera y con acento inglés. El horario de cierre se cumplía estrictamente a las ocho, aunque nunca escatimó un minuto por dejar a un cliente sin atender y también siempre tuvo la maña, si el despacho podía enredarse más allá de esa hora, convenciéndolo con alguna estrategia comercial para que volviese al día siguiente.

"Jar había nacido para envolver a la clientela

con el mismo papel de estraza con el que empaquetaba la venta"...

Jar había nacido para envolver a la clientela con el mismo papel de estraza con el que empaquetaba la venta. Nunca le faltó palabrería para dar a entender las recomendaciones para su uso o instalación, con un chiste fácil o un vacile empático aconsejando algún artilugio, o la seriedad y convencimiento si las circunstancias lo requerían. Sabía perfectamente de que lado podía tirar según fuese el personal.

 

Enma entró media hora antes del cierre y yo la seguí para preguntarle a Jar si hoy enredábamos en algo. Era una señora mayor, con una estética cuidada que empezaba por su pelo gris acerado bien peinado, entrañable y muy educada.

- Jar, necesito un tendal para colocar en la ventana de atrás. Pero sabes que yo no puedo hacerlo y tienes que venir a instalarlo. Tú cobra lo que sea.

- Enma, ¿tiene que ir atornillado a la pared?

- Si, supongo que si. Yo no entiendo mucho, ya no estoy para andar bajando la cesta de la colada hasta el patio y los cordeles del que tengo bajo la ventana ya no se mueven hacia ningún lado. El edificio ya sabes cual es. Está viejo y ahí nunca irá un ascensor y bajar esas escaleras me va a matar un día.

- Mira Enma, te recomiendo que lleves este. Tiene un buen precio, son mil ochocientas pesetas*1. A mayores tienes que llevar estos tornillos y estos tacos para anclarlo. Y colocándotelo y todo son cinco mil pesetas*2.

- ¿Y quedará resistente? – preguntó.

- ¡Claro! – exclamó. Te lo garantizo – continuó pausado. No vas a tener ningún problema. ¡Esto no te lo lleva ni un huracán! – rió Jar. Pero tienes que esperar a que cierre a las ocho y después paso por tu casa.

- Perfecto, cóbrame entonces.

La mujer salió de la ferretería convencida de la compra y del favor que había pedido.

- Joder, ¿no te has pasado con cinco mil pesetas? – dije.

- Está bien cobrado y hoy vamos a coger una buena con ese dinero.

"El portal lo sellaban un par de hojas de un marrón desconchado y quemado por el sol"...

 

El portal lo sellaban un par de hojas de un marrón desconchado y quemado por el sol. Picamos en el tercer pulsador de una botonera setentera. Del altavoz salió la voz de Enma con sonido metálico y una rasgada descarga sobre la cerradura. Nos abrió con la confianza y la alegría de haber cumplido la palabra a las ocho y diez de la tarde. El recibidor del portal era oscuro y austero que sin adornos te situaba en las escaleras del vetusto edificio. Los peldaños eran de mármol gris moteado de piedras blancuzcas y negras, con un pasamanos de madera barnizado de marrón oscuro y una bombilla que proyectaba una deprimente luz amarilla por rellano.

- Tú entretén a la paisana mientras yo coloco el cacharro – me dijo Jar antes de tocar el llamador en la puerta – de lo contrario no salimos de aquí.

El interior de la vivienda rozaba la penumbra y en la fachada trasera golpeaba una tenue luminosidad del ocaso.

Le di toda la conversación que pude y creo que ya no podía inventar mucho más. Le conté de donde era y que hacía allí. Fue lo más fácil y oportuno. Cuando el ruido del taladro cesaba, Enma aprovechaba para dirigirle alguna pregunta a Jar que tenía medio cuerpo colgado de la ventana trasera. Tardó algo más de media hora en acabar y mi estómago comenzó a reclamar un mendrugo como el rugido de un león.

 

- Ya tienes todo listo Enma – le dijo Jar a la mujer. Te queda perfecto pero si ves algo mal me avisas que vuelvo a colocarlo, aunque no debería de haber problema.

- Me habéis hecho un gran favor – respondió. Yo es que no tengo quien pueda echarme una mano y a los vecinos ni se me ocurre pedirlo.

 

Volvimos a bajar aquellas viejas y deprimentes escaleras.

- Oye Jar, tu jefe no parece mal tipo. Al menos se le ve respetuoso. El mío creo que lleva un cabrón escondido.

- Estas tres mil pesetas*3 nos las vamos a fundir todas – fue su respuesta.

- Entonces la sidrería de abajo es un buen lugar para empezar.

Llevábamos un par de botellas sin haberle metido nada al buche. Todo era alcohol y nada sólido.

- Nachón, ponme dos banderillas picantes para acompañar – dije. Jar, necesito cenar algo ya.

- Tranquilo, que vamos ahora a otro sitio, ¿o es que no aguantas?. Oye Nachón, ¿te acuerdas cuando entraron en el pub Habana los dos policías locales buscándome? – rió.

- Menuda que armaste aquella noche. Eso fue para llevarte con los grilletes puestos.

- ¿Qué hiciste? – pregunté.

- Estaba hasta el culo de buscar donde aparcar. ¿Te acuerdas donde estaba antes el Banco Banesto y que el cajero tenía un portal de forja ancho como el de un garaje? Pues saqué de tarjeta, lo abrí de par en par y metí el coche para adentro. Bueno, en realidad entró el morro y poco más – rió a carcajadas. Tenías que ver la cara de aquellos dos polis.

- ¡Jar, de esta no te libra nadie! – me dijeron. ¿Qué te crees el dueño del pueblo y que puedes a andar como te de la gana o qué? Me metieron veinticinco mil pesetas*4.

"Cuando salimos de allí los ojos chispeaban"...

Cuando salimos de allí los ojos chispeaban, cogimos el coche y lo movimos de sitio con la fortuna de encontrar donde aparcarlo sin tener que recurrir a excentridades. Después pasamos por la sidrería del Polesu. Los platos de comida para otros clientes desfilaban delante de nosotros menos para Jar y para mí que bajamos otro par de botellas. Perdí la cuenta de lo que habíamos bebido y la hora pero no quise romper el pacto de fundirnos la pasta en lo que él dijese. No recuerdo ni la mínima conversación pero seguro que los chistes cayeron como una fila de petardos. Hubo de todo menos un mendrugo en la boca.

 

El estómago era un tonel a punto de reventar y yo no hacía otra cosa que ir al baño a mear. Salimos invitados a abandonar el local tambaleando hasta la sidrería que está más abajo en la calle. Todavía había luz a las dos de la noche.

Jar andaba a su puñetera bola. Pedimos otra botella de sidra mientras mendigaba una corteza de pan.

- Por favor, hazme algo de cenar – le supliqué a una camarera que no conocía de nada. No he pegado bocado y me muero de hambre.

- ¡A buenas horas, con la cocina cerrada y mira como llegáis!

- ¡Por favor! – insistí. Me sirve un trozo de queso. Lo que sea. Apiadate de mí. Estoy en un piso viejo del edificio del Fondón y no tengo nevera ni nada que llevarme al buche.

 

Mi desesperada súplica tuvo la condescendencia de aquella camarera apareciendo con una tabla de embutidos y queso. Me eché a ella como un lobo hambriento y no tardé en devorarla. Creo que no bebí nada más y digo creo porque de allí también nos estaban echando. La camarera colocaba las sillas encima de las mesas, con ese golpe seco.

- Si me dejas yo paso la escoba – dije.

- Mejor es que os larguéis ya – me dijo. Jar, ya puedes ir arreando que cerramos.

 

Vi como Jar salía del local, no sé hasta donde llegaba su cogorza pero no era el momento para coger el coche y quise disuadirlo.

- Hostia, no puedes conducir – balbuceé. No lo hagas joder. Estamos echos una mierda y no llegarás a casa.

 

Jar hizo caso omiso y se metió en el coche. Un viejo golf de color rojo. Pulsó el seguro en la puerta para que no le diese la tabarra, así que se me ocurrió tirarme encima del capó de su coche creyendo que así lo haría desistir. No creo que se atreviese a arrancar. Vaya si lo hizo el muy capullo. Sentí el motor debajo de mi pecho mientras me agarraba al relieve de la chapa debajo de los limpiaparabrisas para recorrer los cien metros desde la puerta del bar hasta el cruce.

 

- ¡Para cabrón, para! – grité viendo su cara al otro lado del parabrisas con esa sonrisa de zorro.

- Baja o me cagoenrós, que te llevo hasta Bodes – dijo asomando la cabeza por la ventanilla.

- Si no llegas a casa me enteraré mañana. ¡Qué te den! – le grité.

 

Vi las luces rojas traseras alejándose. A mí me quedaban unos trescientos metros hasta el portal del edificio del Fondón. Al cruzar el umbral, unas viejas escaleras se plantearon como una dura escalada hasta el cuarto piso. Cada peldaño era una lucha como si el mal de altura de las grandes montañas afectasen a mis fuerzas y raciocinio. Y, para colmo y un escollo antes de la cumbre, todavía tenía que enfrentarme a la cerradura de la puerta del piso que tenía un pequeño defecto que conseguí subsanar con varios intentos. Fui al baño, eché una de esas interminables ficciones de borracho, salí y me dispuse a recorrer bailando de pared en pared, el largo pasillo que me llevó hasta la habitación del fondo, donde una vieja cama me tragó como una charca de arenas movedizas.

 

*NOTAS EQUIVALENCIAS MONETARIAS:

*1.- 11€

*2.- 30€.

*3.- 18€.

*4.- 150€.

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