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UNA ESCALADA AL PASADO

En una reunión de barranquistas muy bien organizada por un tal Fredy Malouco, que se celebra anualmente en el mes de septiembre en Melón (Ourense), – los barranquistas somos “tipas y tipos” enfundados en trajes de neopreno que vestimos arneses por corsés para descender las cascadas de los ríos con cuerdas o saltar a las pozas en lugares tan abiertos o cerrados como la boca de una botella – escuché decir a Carlos Ares en su ponencia, que somos seres egoístas y que si queremos disfrutar de la actividad que hacemos tiene que ser así. Y, aunque me costó asimilar esto con el tiempo antes de escucharlo, mi colega decía la verdad. Digo me costó porque en todas mis lecturas de montaña y exploración, se estereotipó la idea del compañero de cordada para la escalada. Ese individuo que está al otro lado de la cuerda, inseparable para cada aventura cuya idea de hacer la actividad con otro me parecía la mayor de las infidelidades. Claro, si te paseas después por las biografías de los grandes te das cuenta que sus historias verticales o peregrinando los hielos polares, transcurrieron con diferentes compañeros según fueron necesitando de la disposición o cambio del personal.

Y uno, el que escribe, se da cuenta que de algunas cosas fue artífice para terminar siendo el último mohicano y de otras muchas un pasajero que se limita a seguir el viaje de otro para el que hubiese valido cualquiera.

Treinta años son unos cuantos. De esos en los que la vida te hizo pasar por muchas. “Treinta años rompiendo uñas” es el proyecto que comenzó a realizar el año pasado un amigo y colega de la escalada, el noiés Villar, que en su imparable trayectoria y una insaciable hambre de abrir, fue dejando detrás un largo itinerario vertical pasando ahora por la intención de revivir aquellas increíbles escaladas de otra época, de otro siglo ya, en esa catedral de piedra de la que es arquitecto en la mayoría de los trazados que alberga el Naranjo de Bulnes.

Allí nos fuimos, o allí me llevó de nuevo en el mes de junio de 2016, por la misma senda hasta el refugio de la Vega de Urriellu, detrás de sus deseos y mi conveniencia por hacer algo de aventura en una, ya demasiado larga, etapa de apatía ganada por la desmotivación o tal vez por el cambiante y bohemio carácter que posee uno.

 

“La Luna” fue la primera, a las cuatro de la tarde con una buena soleada, después de comer algo en el refugio y salir pitando al encuentro con la pared. La caliza es buena, empezando entre canalizos que ayudan escalar con seguridad cuando el empotrador es el adecuado a su anchura y tus manos y tus pies parecen agarrar algo consistente, sin riesgo a quedarte con la piedra en la mano y volar detrás o delante de ella. “La Luna” era un nombre que me parecía adecuado, más cercano a mí que a Andrés bautizando esta línea. “La Luna” es ese astro que siento con fuerza cuando crece hasta convertirse en un disco completamente cerrado que, así como afecta a las mareas, abre mi mal humor y un carácter irascible que queda al borde de la transformación física de hombre lobo. Así que mejor no me busquen con luna llena. Soy mal enemigo.

 

Los mosquetones y los hierros que cuelgan del arnés suenan con el movimiento del escalador. A partir del primer largo dejé que siguiese delante Andrés con la música, por experiencia, por conocimiento y porque yo llevaba sin escalar en roca los seis meses que precedieron a esta fecha. Treinta años después la vía ganó en seguridad porque en los tramos más delicados y lisos se instalaron parabolt – unos tornillos de expansión que ayudan a solventar casi todos los miedos en caso de caída – porque sabes que lo haces sobre algo que difícilmente puede arrancarse de la pared. “La Luna” tiene patio, tiene un abismo muy vertical para sentir como tu corazón late en el vacío y tus mandíbulas se aprietan por momentos. Por fin el último largo de cuerda, más fácil y que Andrés me cede para rematar la vía sin llegar a la cumbre, porque no todas las escaladas tienen que finalizar de manera obligada en el vértice de una montaña. Desde allí para abajo, como arañas colgando de finos hilos de nylón, hasta que Andrés se pasa de largo una reunión y se queda colgado en mitad de la pared de un friend (un empotrador), esperando a que pase el tren de las siete de la tarde y lo recoja hasta la siguiente estación. De ahí al suelo y de vuelta al refugio, a recogerse con la noche y esperar al día siguiente para hacer otra escalada, cerquita de esta misma que acabamos de realizar en la Cara Este del Urriellu.

 

 

Los habitantes de los refugios no duermen, solo roncan o hacen ruidos guturales de la manera más descompasada que un grupo de tenores sin escuela de canto. Para dormir en el refugio uno aprende que una pastillita del sueño y unos tapones para los oídos garantizan de alguna manera el descanso mental y evitar la desesperación y la violencia con la que a veces te echarías encima de alguno y de alguna para estrangularlo sin piedad. Sí, de alguna también…

 

Treparriscos es un pajarraco de las montañas, que mezcla el color negro y gris con un rojo fuego, enigmático y pequeño, de vuelo errático y tendencias rupículas cuyo hábitat se haya en las grandes paredes de caliza. Los Picos de Europa es una de sus moradas. Cuando escalas revolotean cerca, sin mayor alboroto, a diferencia de las chovas, un pajarraco negro, cuyo graznido invade con un corto sonido el agradable precipicio empapándome del ambiente en esa idea bucólica que llaman el sentimiento de la montaña. Hace 30 años a Villar le pareció un buen nombre para bautizar una de sus primeras vías de escalada. En la pared Este del Naranjo firmó con 400 metros otra bonita ruta. Yo, como siempre he dicho, fui un Sancho Panza, flaco eso sí, y que solo se arrastró de primero de cuerda en el largo de inicio para dejar al maestro redescubrir los restantes. “Treparriscos”es expuesta, nada protegida con expansivos.

 

¡¡Ay de aquellos que tanto critican las aperturas por si brillan los parabolt!! Si repitieseis alguna de las vías que abrí con él suplicarías por ellos en algún momento. Los largos de cuerda se suceden sin mucho sobresalto, con pasos alpinos y alguno que otro acrobático por fisuras muy evidentes hasta que llegas a un nicho y entras en la parte más dura de la vía. Ya al final, con 300 metros debajo de tus pies, anclados a una reunión sobre un puente de roca con un viejo cordino que podría tener los mismos años de la vía, lo reforzamos con un clavo y un friend que acabamos de meter. Andrés sale al “patio”, baila para un lado y para otro. Yo alucino con el coco, más que con el nivel que había entonces. Se nota que apenas escalamos por no decir nada. Se nota que nos hemos dejado oxidar más que los propios y vetustos hierros que se quedan en las grietas de la montaña. La dureza de un paso se impone y enseguida me asalta una afirmación.

- Vaya huevos teníais !! – exclamo, afirmo.

Nos largamos. Dejamos el nicho y la buena repisa en la que estamos, anidados como treparriscos, debatiendo que no recuperamos el material que acabamos de utilizar y que de un cordino viejo yo no me cuelgo desde 300 metros y que abandonamos el clavo nuevo en Z y un cordino nuevo de 7mm. ¡Que están para eso!

 

La idea era hacer tres vías. Las condiciones de la última, un reguero de agua alimentado por un nevero de la Cara Sur, nos dejó en dos. Así, de este viaje, “Treparriscos” fue la última, saliendo por una de las vías más clásicas y repetidas del Naranjo de Bulnes, “La Cepeda”, después de una travesía y una salida muy poco ortodoxa por mi parte en el agujero que da al anfiteatro de la Cara Sur. Fuimos a la cumbre a la una del mediodía. Hacía muy buen tiempo, la Virgen de las Nieves presidía el cielo que rodeaba el Pico Urriellu y nosotros, nosotros solo estábamos allí.

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